miércoles, 12 de marzo de 2014

Los últimos relatos de Leñero

Tal vez considerar la obra narrativa de Vicente Leñero como uno de los logros mayores de la literatura latinoamericana sea pecar de entusiasmo. Podemos, sin embargo, hablar de cierto consenso, al menos entre sus lectores mexicanos, en el sentido de que las narraciones de Leñero han cosechado un público y una atención crítica bastante menores que sus virtudes. Libros como los pocos felices experimentos Estudio Q (1965) y El garabato (1967), fallidos en su gula formalista y escasa sustancia, y esa actualización y paráfrasis un tanto ociosa del Nuevo Testamento, El evangelio de Lucas Gavilán (1979), no le auguran a su autor futura vigencia. En cambio, su casi debut novelesco, Los albañiles (1964), ganador del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, podría figurar sin sonrojo, por sus hallazgos y sutilezas, entre las novelas del "boom"; y su despedida del género, La vida que se va (1999), es un libro notable, tan sobrecogedor como arriesgado en la forma.

Cumplida ya su labor como novelista, don Vicente se dio a la tarea de publicar un grupo de relatos de poca monta, autobiográficos o no, que hasta la fecha suman dos volúmenes, tan inocuos como sus títulos: Gente así (2008) y Más gente así (2013). Resulta más piadoso asumir estas narraciones no como obras acabadas, sino como apuntes, ensayos, travesuras de un autor mayor que no se decide a abandonar la pluma. En el primer tomo, por ejemplo, Leñero se divierte cambiando la resolución al fusilamiento abortado de Dostoievski; el resto de la narración no es sino un resumen, ameno por lo demás, de lo dicho por los biógrafos del autor de Crimen y castigo. En otro relato elucubra un presunto fraude en torno a la novela inconclusa de Juan Rulfo; un final demasiado abierto y ningún otro interés que la resolución del conflicto son una combinación infausta en una historia que se pretende de misterio. A juzgar por el subtítulo de Gente así, "Verdades o mentiras", su apuesta es la de enredar imaginaciones y hechos al grado de que el lector no sepa cuál es cuál. Parece importar poco si los relatos resultantes carecen de ambición y autosuficiencia.

Más gente así, lo anuncia su encabezado, no ofrece sino las historias que tal vez quedaron fuera de la primera entrega: la segunda está animada por el mismo espíritu. Entre los quince relatos, son de mayor interés "Madre solo hay una" y "Las uvas estaban verdes", ambos autobiográficos. Ante la falta de una autobiografía de Leñero, el primero nos informa de los amores de sus padres y la infancia del futuro autor de Los periodistas. Dije bien: nos informa antes que recrear con emoción y sabiduría esos años cruciales. El segundo relato, en cambio, es con probabilidad lo mejor de ambas compilaciones, y tengo la impresión de que sería válido incluso si no existiera su referente: el propio Leñero y sus ambiciones literarias hechas trizas con el tiempo. Una sólida vocación y obtener el premio literario con mayor proyección y prestigio en el ámbito hispánico en 1963 imbuyeron en don Vicente unos legítimos anhelos de reconocimiento internacional que nunca serían cumplidos. En "Las uvas estaban verdes" nos relata sus encuentros equívocos con Carmen Balcells y algunas de las figuras más descollantes de la literatura latinoamericana. Sin autoindulgencias ni berrinches, con un eficaz uso de la elipsis, Leñero da cuenta de la cara oculta de la poderosa y presuntamente bonachona agente literaria catalana basado en testimonios periodísticos y en sus propios recuerdos, pero sobre todo nos enrostra una historia punzante que termina en resignación, cuyo centro es la imposibilidad de alcanzar un fruto que parecía a la mano.

Los otros relatos son más bien prescindibles: en "¿Quién mató a Agatha Christie" Leñero se asoma de nuevo a los terrenos de la metaficción, de los cuales nunca ha salido muy bien parado. Arma una intriga en torno a la muerte de la autora policiaca en la que implica a sus propios personajes, aderezada o más bien rellenada con fragmentos de la biografía de Christie. Más que homenaje, el resultado parece una caricatura mal hecha de un cuento de detectives. "La bufanda amarilla" consigna el encuentro de un narrador parecido a Leñero con un mendigo en Madrid, pero su único presunto atractivo es la revelación final de que la historia que leemos es un guion llamado también "La bufanda amarilla", como si ese golpe de efecto bastara para salvar el cuento. "El crimen" aborda un asesinato por motivos literarios del todo inverosímil, y de nuevo acude al recurso (o más bien abusa de él) de la metaficción: atribuye la autoría del relato que leemos a uno de sus personajes. "Una visita a Graham Greene" presenta una mala entrevista al creador de El poder y la gloria, compuesta por vaguedad y displicencia del entrevistado, y de nuevo recurre a la sorpresa final: abre la posibilidad de que la entrevista haya sido imaginada por el narrador. Quizás es por relatos como estos que entre algunos lectores el cuento como lo concibió Poe tenga en la actualidad menos atractivo y hasta luzca caduco ante la vertiente chejoviana del género, pese a que ambas rutas, bien ejecutadas, siguen siendo legítimas.

Más gente así es recomendable sobre todo para quienes, por razones de estudio o completismo, requieran conocer toda la obra de Leñero. El resto de los lectores haría bien en optar por otros de sus libros.

viernes, 19 de julio de 2013

Reparos a la primera edición de los cuentos «completos» de Carlos Fuentes

En vista de que voy a paso de caracol (y es que no es tarea fácil) con la relectura de los presuntos cuentos completos de Carlos Fuentes, motivada por la edición que ha hecho de ellos el Fondo de Cultura Económica en fecha reciente, y de que quizá concluya en 2020 la labor emprendida, dejo aquí, sin más dilaciones, una nota sobre su prólogo y el criterio del que se ha echado mano para seleccionar los relatos.

En primer lugar, aplaudo la intención del FCE de reunir por primera vez todos los cuentos de Carlos Fuentes, uno de los grandes narradores mexicanos, con todo y sus numerosos baches. Qué mejor forma de evaluar los méritos y carencias del Fuentes cuentista que con una edición que reúne cronológicamente todos sus relatos. Por desgracia, el prologuista y recopilador no fue todo lo cuidadoso que se hubiera deseado y nos entrega un volumen muy mejorable.

El primer problema que le veo al prólogo de Omegar Martínez es su tono ditirámbico. Llega a decir, por ejemplo, que Fuentes es mejor cuentista que Borges y Cortázar, y que todo el resto de sus compañeros de su promoción. Esos elogios son de los que no ayudan, sino que vienen envenenados: o el lector desconfía y le toma animadversión a priori a la obra en cuestión, o se crea expectativas tan altas que no podrán ser cumplidas.

El texto, además, está sazonado de afirmaciones de difícil defensa, como que el cuento es el género que mejor define al boom latinoamericano, cuando es claro que el boom es sinónimo del auge de la novela latinoamericana más que del relato.

Si bien Carlos Fuentes subtituló su libro La frontera de cristal "Una novela en nueve cuentos", aun sin ser muy exacto tal concepto, Martínez abusa de él, al grado de llamar "novela en cuentos" a Cantar de ciegos, el segundo cuentario de Fuentes, cuyas narraciones no tienen ninguna relación argumental, ni siquiera temática. Difícilmente alguien que haya leído el libro podrá encontrar justificado el rótulo. Todos los volúmenes de relatos publicados por Fuentes le parecen a Martínez "novelas en cuento", sin que dé por ello ningún argumento al respecto.

Pero donde están las fallas más alarmantes del texto es en su justificación de las normas que ha seguido el compilador para reunir los cuentos. Digámoslo de una vez: estos "cuentos completos" de Fuentes no son tales, pues Martínez, armado con un criterio poco consistente, ha decidido excluir del volumen un cuentario completo y un cuento extenso.

El libro excluido es Todas las familias felices; el cuento, "Vlad". Si durante todo el prólogo el autor ha calificado todos y cada uno de los cuentarios de Fuentes como "novelas en cuento", ¿cómo excluir Todas las familias felices con la excusa de que se trata de una novela, cuando, en todo caso, es tan novela en cuentos como La frontera de cristal, pues los relatos que lo conforman tiene nexos argumentales y terminan por remitirse unos a otros? En cuanto a "Vlad", la única razón que se da para dejarlo fuera es que se trata de una novela corta que Fuentes publicó de manera independiente años después de su primera aparición. Si nos atenemos a la extensión, no es el único relato largo entre los que escribió Fuentes: ahí están los de Agua quemada, incluidos aquí. ¿Por qué cercenar, pues, Inquieta compañía, el libro de cuentos en el que originalmente se incluyó "Vlad"?

Además, había que hacer mención de Los misterios de La ópera, libro de relatos de Fuentes publicado con seudónimo, aun si se decidía descartarlo.

Hay exclusiones inexplicables, pero también inclusiones bochornosas. Martínez hace incluso un resumen de "Último amor" y "Nowhere", textos que sí ha considerado oportuno incorporar al volumen, y ni aun así se percata de que son fragmentos de las novelas La muerte de Artemio Cruz y Terra nostra. Escribe con tanto despiste que líneas adelante se asombra de que Fuentes haya incluido "La sierva del padre", relato de Todas las familias felices, en una antología de cuentos y refiere que es "el único caso en que Fuentes selecciona un extracto de novela y lo presenta como cuento para que forme parte de una antología". Supongo que su investigación no alcanzó Cuerpos y ofrendas (1973), que no solo incluye "Último amor" y "Nowhere", sino también Aura y Cumpleaños. Además, en Cuerpos y ofrendas y Cuentos naturales (2007), está "La línea de la vida", que no es sino un fragmento de La región más transparente.

"La línea de la vida" no es el único fragmento de la primera novela de Fuentes incluido en estos cuentos completos: también están "Calavera del quince" y "Niña bien", sin que antologador repare en su condición de segmentos de novelas.

En favor de la edición puedo decir que recupera cuentos de Fuentes solo aparecidos en edición limitada ("El muñeco" y "El trigo errante". Dos historias recobradas, preparadas por Julio Ortega en 2010)  y el primero que publicó, a los 21 años, no incluido antes en libro ("Pastel rancio"). Fuera de este acierto, el trabajo deja mucho que desear, como he mostrado. No sé si las negligencias expuestas son producto del apresuramiento. En todo caso, este volumen importante y necesario requiere una revisión a fondo y una reedición cuidada.

*Cuentos completos, Carlos Fuentes, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, 944 páginas.

lunes, 8 de julio de 2013

Elogio de lo diverso

Desde los ojos de un fantasma es una novela dirigida al público infantil que ya en su arranque anuncia que uno de sus personajes, Sara, vive en un barrio imaginario de Lisboa. Revela, pues, la condición de artificio del mundo novelesco en vez de ocultarlo y vuelve a hacerlo cuando, páginas adelante, el narrador en tercera persona se refiere a un personaje como, justamente, personaje, que debe estar listo para su actuación cada vez que un lector abre el libro, y aun se anima a hacer una digresión respecto del trabajo duro que debe de ser el de personaje.

Si el lector poco informado pensaba que estas cosas no ocurrían en la literatura para niños, solo en la dirigida a adultos, ya se ve que estaba en un craso error. Juan Carlos Quezadas ha hecho amplio uso de la metaficción (una ficción que se refiere a su propia condición de ficción o que reflexiona sobre sí misma y sobre su género) en su obra, al grado de citar en sus novelas otras novelas suyas e incluso proponer un amor entre personajes suyos de distintos libros, como en Biografía de un par de espectros. De tan recurrente en su narrativa, este recurso puede volverse convencional para el lector que siga a Quezadas y carecer de cualquier tipo de sorpresa. Queda, de momento, como un rasgo característico y bien aprovechado en su narrativa.

No desaprovecha la oportunidad de recordar aquí la declaración de Arturo Pérez Reverte cuando en 2010 publicó El pequeño hoplita, su primera incursión en la literatura infantil. Creyó el señor Pérez estar haciendo una gran aportación a este rubro de la literatura hablando de temas como la lucha, el valor, la lealtad y la muerte, que a su entender no se tocaban en las ficciones para niños. La audacia de la literatura dirigida a los niños no se limita a los temas, sino que incluye los procedimientos narrativos, como vemos en Desde los ojos de un fantasma: sus lectores están preparados (al menos esa es la apuesta que hacen autor y editorial, y qué bueno que la hagan) para entender esos guiños metaficticios sin perder la ilusión de realidad que brinda el libro e incluso de explorar sus posibilidades humorísticas.

Quienes hemos leído Momo, de Michael Ende, no dejaremos de recordarlo leyendo Desde los ojos de un fantasma, sobre todo por la premisa central de ambos libros. El de Ende es una crítica desde la imaginación a un mundo contemporáneo que le da un peso excesivo al pragmatismo y le niega lugar a todo lo que no reporte un beneficio inmediato, como la amistad y lo bello; a un mundo en el que poderosos intereses pretender controlar y unificar los gustos de la mayoría. En el libro de Quezadas los dardos apuntan a los mismos objetivos: la belleza de lo diverso en Lisboa aparece amenazada por una compañía para la que, como los hombres grises de Momo, el tiempo es oro y no se debe usar sino inaugurando más sucursales de una franquicia de cafés a lo largo y ancho del mundo, e imponiendo el gusto por sosas canciones a los habitantes del planeta entero y una falsa sonrisa que no oculta sino vacío.

Para combatir tal devastación estará presta Sara, hija de los dueños de un locutorio que convoca a los más variopintos personajes, de muy diversas nacionalidades. Inspirada en sus relatos, Sara hace unos asombrosos dibujos de sus ciudades de origen, tan distintas unas de otras, y de alguna manera conoce esas ciudades por medio de esas imágenes que enriquecen sus sueños. A partir de la llegada de la temible compañía, los dibujos de Sara empezarán a parecerse entre sí cada vez más hasta hacerse indiferenciables. También darán batalla Juan Pablo, cantante de fados al que la compañía quiere fichar como estrella, y muchos de los habitantes del barrio imaginario Alfama, quienes han empezado a ver desaparecer los negocios de los vecinos y volverse una sola cosa cenicienta su barrio ante el ataque de la voraz empresa. Se unirán a los opositores un trío de fantasmas y otras personalidades, entre los que están criaturas extrañas, un inventor de palabras llamado Ricardo y la estatua de Fernando Pessoa. Como se ve, en el mundo que crea la novela, presentado como ficción desde un inicio, los límites entre realidad a imaginación son muy difusos, y es tan real la dueña de una florería como un espectro, y son posibles hechos tan sorprendentes como que uno de sus habitantes, Catalina, sea la princesa de un mundo fantástico de millas y millas de extensión que cabe muy bien en los pocos metros de su departamento.

El humor es una constante en Desde los ojos de un fantasma: desde las llamadas equívocas iniciales que se hacen desde el locutorio de la familia de Sara hasta algunos diálogos disparatados y la configuración de los villanos, más graciosos que amenazantes, todo convoca a la risa en la novela, sin que esto sea óbice para la reflexión que subyace en sus páginas, nunca presentada como un imperativo moral, sino como invitación a descubrir o redescubrir la riqueza de la diferencia, la gracia del lenguaje, la exaltación de la amistad.

Dos reparos a esta novela entrañable. El conflicto está muy bien llevado en ella: el enfrentamiento entre fuerzas opuestas se va intensificando hasta ese momento de tensión culminante en que los personajes principales se ven amenazados en su integridad y la posterior resolución; sin embargo, la adversidad tarda unas 55 páginas, de 261, en llegar, y ello, aunque la presentación no carece de gracia y dibuja muy bien el estado de placidez anterior a la llegada de la compañía, puede facilitar la impaciencia y hasta el abandono de algunos lectores. El segundo reparo se refiere al nombre: si bien es atractivo e intrigante, es también un poco tramposo, pues no llega a funcionar como síntesis del contenido.

domingo, 7 de abril de 2013

Más ocurrencias que genio

Quizá los lectores de Haruki Murakami nos volvemos complacientes con el tiempo. Tal vez tendemos a ver con simpatía cualquiera cosa parida por esa imaginación tan singular. A fin de cuentas, sabemos de qué va la cosa: historias extrañas, generosas en lagunas interpretativas y aderezadas de la tenaz soledad (uno de los centros de la obra del japonés) y otros vacíos existenciales. Si nos falta el hallazgo, el estremecimiento, ¿no será que está ahí y lo dejamos ir por negligencia? ¿No será que lo encontraremos en una segunda visita? A estas preguntas me he enfrentado al concluir la lectura de Después del terremoto, libro de relatos publicado originalmente en el año 2000 y que solo en 2013 ha aparecido en nuestro idioma. He debido volver al volumen y hacer una lectura completa de algunos cuentos y parcial de otros para comprobar mis impresiones.

Revisando lo que se ha escrito sobre el libro, veo que ha gustado bastante y que incluso no ha faltado quien lo ponga entre las obras más logradas del autor de 1Q84. Muy otra ha sido mi experiencia. El título alude al sismo que sacudió la ciudad japonesa de Kobe en 1995 y se cobró miles de vidas. La reacción natural del lector es, pues, predecir que los relatos darán cuenta de cómo sus protagonistas reconstruyeron sus vidas después del desastre. Nada de eso: solo en dos de las historias el terremoto es el denonante de la trama ("Un ovni aterriza en Kushiro" y "Rana salva a Tokio"), pero de forma nebulosa o inocua; en el resto es una referencia lejana y ajena a las motivaciones de los personajes.

Ya se sabe que lo de Murakami no es la búsqueda de efectos precisos, a lo Poe, ni de revelaciones que escarapelan la piel, sino más bien el territorio pantanoso de las intuiciones, de las sugerencias, de lo inefable. Es en este ámbito donde el autor ha alcanzado sus mayores logros. Sin embargo, hay ocasiones, como en este caso, en que la conexión con el lector se frustra por una simplicidad excesiva, más propia de Banana Yoshimoto, o por sugerencias que terminar por no sugerir nada, por no hacer sentido. Ya en otra parte he dicho que el mayor riesgo del arte de Murakami es ese vaivén entre el hallazgo genial e irrepetible y las meras ocurrencias. Después del terremoto parece resentirse de estas últimas.

No puedo asimilar "Rana salva a Tokio" sino como un divertimento, simpático pero inane: al protagonista se le aparece una rana de tamaño humano y con la capacidad de hablar para pedirle que le ayude a impedir un gran terremoto en Tokio. "Un ovni aterriza en Kushiro", de torpe título, parece apuntar más alto: Komura es abandonado por su esposa y, ante la falta de planes, acepta llevar un encargo a una ciudad fría y lejana, donde conoce a dos mujeres que tal vez terminen por revelarle su drama en toda su magnitud. No sucede: el desarrollo es fortuito y sin rumbo definido, y el cuento termina con un mensaje tan reconfortante como anodino. "Paisaje con plancha" es quizá la mejor pieza del libro: da cuenta de la atracción melancólica de dos seres solitarios por el fuego. No termina de cuajar porque las caracterizaciones se quedan cortas. "Todos los hijos de Dios bailan" es otra historia desaprovechada: la eterna búsqueda del padre ausente, reducida a un dato anatómico y a una persecución irrelevantes. Si la doctora de "Tailandia" emprende un viaje que resulta crucial para su futuro, el autor no supo o no quiso comunicar qué hay en ello de significativo. Un aplazado encuentro amoroso vertebra "La torta de miel", que conmueve pero no arriesga ni reporta más placer que el de ir deshilvanando su sensiblera anécdota.

Como nos tiene acostumbrados, Murakami entrega en Después del terremoto diálogos convincentes (al menos es lo que se percibe en la traducción), de una naturalidad encomiable; a menudo, sin embargo, se alargan demasiado o son incapaces de revelarnos los ámbitos más hondos de los personajes.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Un idealismo fácil, una nostalgia vaga

Mi primer desencuentro con la obra de Roberto Bolaño ocurrió en 2005. Azuzado por no recuerdo cuál persuasiva recomendación, compré dos novelas del chileno que, según había escuchado, estaban entre lo mejor suyo: Estrella distante (1996) y Los detectives salvajes (1998). Terminé con desinterés la primera, tan sencilla y breve, y no me dijo gran cosa. Con la segunda, un ladrillo de letra pequeña y apretada, fui menos heroico: la dejé luego de unas 120 páginas de irrelevancias, de listas y pasajes absurdos que me exasperaban como pocos libros lo habían hecho antes. Pronto me deshice de ambos ejemplares y ahí quedó mi relación con el único novelista chileno que podía rivalizar, decían las malas lenguas, con mi admirado Pepe Donoso e incluso superarlo según los entusiastas.

Pasaron los años y el prestigio de Bolaño no dejó de ir en ascenso. Escritores, críticos y lectores parecían haber llegado a un consenso: Bolaño era lo más importante que le había ocurrido a la novela latinoamericana luego del boom. Él solito era un nuevo boom, de acuerdo a la hipérbole de algunos. Declaraciones así eran tan frecuentes que la duda empezó a rondarme: ¿y si el equivocado era yo? ¿Y si, por impaciencia, falta de perspicacia o cualquier otra razón, no había sabido leer a Bolaño? ¿Podían tantos buenos lectores estar equivocados? Hasta Mario Vargas Llosa había aceptado aparecer en un documental dedicado a Bolaño para elogiarlo, aunque, como no me pasó por alto, mostraría alguna reticencia, como calificar Los detectives salvajes de gran novela pero enfatizar que se refería sobre todo a "esas primeras cien páginas".  En una entrevista de unos años antes había dicho lo mismo. No escribiría sobre la obra de Bolaño, además, a diferencia de lo que ha hecho con otros libros latinoamericanos que le han entusiasmado de forma manifiesta, como Soldados de Salamina y El olvido que seremos.

Volví a conseguir las dos novelas defenestradas y algunos otros libros centrales del autor. Luego de leer Nocturno de Chile, ese plomo sucinto, reincidí con la mejor de las voluntades en Los detectives salvajes. Esta vez no me iba a dejar vencer. Fuera mala o buena, llegaría hasta el final y me esforzaría por entender su presunta genialidad. Varias semanas después, cuando solo pude alcanzar la última hoja alternado su lectura con otros libros gratos, como los cinco tomos de cartas de Cortázar, este fue el juicio que, junto a la fecha y mi firma, estampé en la hoja de cortesía del ejemplar: “Sobrevaloradísima. Un ripio de 600 páginas”.

Al parecer, con Bolaño no hay términos medios: amor u odio. Si bien estoy entre quienes piensan que la alharaca en torno suyo es desproporcionada, respeto a quienes lo admiran: bien dijo Juan Marsé que la literatura es cuestión de gustos, es decir, de limitaciones. De todos modos, consigno mi asombro ante el hecho de que una novela tan floja y carente de interés se haya convertido en un libro emblemático de nuestro tiempo en lengua española.

Tres partes conforman el libro. La primera, ubicada en la Ciudad de México, es el diario que durante los dos últimos meses de 1975 escribe el joven Juan García Madero, estudiante de derecho y aspirante a poeta, que traba relación con el grupo del realismo visceral, cuyas cabezas visibles son Ulises Lima y Arturo Belano, ¿poetas?, los presuntos detectives a los que alude el título. La segunda parte, la más extensa de las tres, que abarca de 1976 a 1996, se compone de los testimonios de diversos personajes que alguna vez, en distintas ciudades, países y continentes, se cruzaron en el camino de Belano y Lima. La tercera parte es la continuación del diario de García Madero, quien a principios de 1976 acompañó a Sonora, en el norte de México, a los líderes del realismo visceral en búsqueda de la fundadora del movimiento, Cesárea Tinajero.

Un entusiasta y críptico Enrique Vila-Matas ha escrito que Los detectives salvajes es “un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del nuevo milenio”. Tan grandilocuente declaración merecería una explicación que no encuentro en el artículo de Vila-Matas. Luego de leer la novela, no puedo dejar de preguntarme en qué sentido es la novela de Bolaño constituye una ruptura respecto de Rayuela y sus contemporáneas. En cuanto a complejidad y ambición, Los detectives salvajes no se equipara con las grandes novelas del “boom”. A diferencia de las obras cumbre de Cortázar, Vargas Llosa, Carlos Fuentes o José Donoso, Los detectives… no ofrece innovación formal alguna ni supone un reto intelectual para su lector. Estos rasgos no son indispensables, pero el libro se nos vende como rompedor. Es verdad que el tiempo de la novela está fragmentado, pero nunca al grado de exigir del lector una atención esmerada.

Ya que no es la innovación uno de los méritos del libro, ¿lo es la precisión, la belleza de su prosa, la tensión que la recorre? Yo diría que tampoco. Si bien soy de la idea de que una prosa desnuda de ornamentos puede ser muy eficaz a la hora de afectar al lector, la de Bolaño es monótona, deslucida, quizá porque esos mismos adjetivos podrían aplicarse a su materia narrativa. No parece esta una novela de ideas ni de efectos calculados con astucia, sino de ocurrencias, de llenar la página en blanco por llenarla, porque el vacío sería peor.

Si hay quienes hablan de las primeras cien páginas del libro como extraordinarias, a mí me parecen de las peores. Es difícil franquearlas, de hecho, para pasar a la segunda parte, que tiene incluso algunos momentos prometedores. No percibo en el diario de García Madero sino gratuidad y ligereza. En la vida del autor del diario parece no ocurrir nada digno de ser contado: conoce a los real visceralistas, tan pálidos e inocuos como él mismo, y se acuesta con algunas mujeres y escribe poemas que no conocemos, de modo que no podemos juzgar su importancia, y transcribe listas de libros sin relevancia para la trama y una bobísima clasificación de poetas en categorías como maricones, maricas, mariquitas y locas. Al final, se va a Sonora con Belano y Lima siguiendo el rastro remoto de Cesárea Tinajero. Como aún no sabemos qué motiva esa búsqueda, tenemos la esperanza de que en los siguientes apartados se nos brinde una revelación convincente.

La segunda parte presenta líneas narrativas que resultan sugerentes, pero que no suelen encontrar su justo desarrollo. Por ejemplo, el fragmento narrado por la uruguaya Auxilio Lacouture, ampliado en Amuleto, es notable en su intensidad; sobre todo, el pasaje del encierro de Auxilio en un baño de la UNAM mientras afuera el ejército detiene estudiantes a diestra y siniestra, y en Tlatelolco se perpetra la matanza del 2 de octubre de 1968. Ese pasaje sin continuación tiene nulos nexos con las “aventuras” de Belano y Lima, y si bien vale por sí mismo, en el conjunto de la novela desentona y parece forzado.

Se nos oculta en este segundo apartado el viaje a Sonora de los detectives: los vemos volver del norteño estado y luego andar por el mundo, de modo que Cesárea sigue siendo un enigma, sobre todo por los testimonios de Amadeo Salvatierra, quien les muestra a Belano y Lima el último “poema” (¿?) que se conserva de Cesárea. La poeta es, pues, el motor que mueve la intriga del libro. La debilidad más visible de este apartado es la profusión de narradores que terminar por no decir casi nada importante de los "salvajes". Entre tantas palabras dichas sobre Belano y Lima no alcanzamos a entender sus motivaciones profundas, ni siquiera la naturaleza de la amistad que los une: todo se queda en la superficie y el libro empieza a lucir como un acto de exhibicionismo, un homenaje que su autor se rinde a sí mismo –basta revisar someramente la biografía de Bolaño para ver cuánto hay de su propia vida en esta novela. La premisa es válida, por supuesto (obligado, citar aquí a Proust y su En busca del tiempo perdido), pero a su ejecución en Los detectives… le faltó mucha autocrítica y le sobraron centenas de páginas.

La tercera parte dedica varias de sus primeras páginas a la enumeración de tropos literarios con sus respectivos significados. Desde esa manera se nos anuncia el páramo que sigue: vueltas en coche por todo Sonora en busca de Cesárea Tinajero y descripciones de carreteras y lugares sin ninguna relevancia. El final es a tal grado truculento e inverosímil que uno no sabe si llorar o reírse.

En su compilación de conferencias El novelista ingenuo y el sentimental, el premio nobel de literatura Orhan Pamuk se refiere al concepto de centro en la novela, ese eje que da unidad, coherencia y sentido a lo narrado, que no debe ser ni demasiado oscuro ni demasiado claro y que el lector busca, de manera consciente o inconsciente, desde que accede a las primeras páginas del libro en cuestión. “Las grandes novelas”, agrega Pamuk, “crean la ilusión de que el mundo posee también un centro”.

El problema mayor que advierto en Los detectives salvajes es que la gratuidad y ligereza de muchos de sus episodios tornan difícil encontrarle un centro que no sean un idealismo fácil, una nostalgia vaga. Flaco favor le hizo Ignacio Echevarría al libro cuando escribió que era “el tipo de novela que Borges hubiera aceptado escribir”. Sospecho que Borges se habría horrorizado ante tal calumnia: si tenía o fingía reservas ante la novela como género era por sus ripios, y en Los detectives salvajes abundan, si no es que constituyen su materia prima. En cuanto a la prosa, la de Borges suele cortejar la precisión; la de Bolaño navega en la orilla opuesta.

*También ha escrito contra Bolaño Alberto Olmos: "Bolaño y yo: la historia jamás contada".

sábado, 9 de febrero de 2013

El amor que se repite

Como Antonio Sarabia, Francisco Rebolledo (Ciudad de México, 1950) forma parte de esa casta de grandes narradores mexicanos ocultos, incluso entre sus propios compatriotas. A pesar de haber ganado un premio internacional, de publicar en grandes editoriales, de asediar un género muy popular (la novela), de haber contado con el impulso nada menos que de la Mamá Grande, Carmen Balcells, y de haber sido traducido a idiomas como el turco, el griego, el inglés, el francés y el portugués, Rebolledo es un autor no muy conocido ni frecuentado, mientras otros escritores con menos méritos acaparan los reflectores. Las razones por las cuales el creador de La ministra es poco leído son, quizás, inexpugnables; no lo son, en todo caso, los motivos por los que amerita nutridos grupos de lectores.

También autor de un volumen de cuentos (Pastora y otras historias del Abuelo, 1997) dos compilaciones de notas de divulgación científica (La ciencia nuestra de cada día I, 2007, y II, 2012) y un ensayo biográfico dedicado a Malcolm Lowry (Desde la barranca, 2004), Rebolledo es, ante todo, un novelista. Su obra debut, Rasero (1993), lo hizo merecedor del Premio Pegaso de Literatura y es, según una encuesta de la revista Nexos, una de las veinte novelas mexicanas más destacadas entre las aparecidas en las tres décadas que van de 1977 a 2007. Se trata de una ficción larga y ambiciosa que combina amenidad con erudición, recrea con buen tino el convulso siglo XVIII francés y hace personajes a algunas de sus figuras centrales: Diderot, Voltaire, D’Alembert, Robespierre. Uno de los grandes aciertos de la obra es que a pesar de ser una novela de ideas, si tal cosa existe, estas nunca eclipsan a los personajes, sino que están bien encarnadas en ellos. Además, el libro conecta de forma gradual y sorprendente los acariciados y luego rotos sueños de progreso de la Ilustración con las devastaciones del siglo XX. Con La ministra (1999), el autor ajusta cuentas con la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional a la vez que inventa, en medio de una trama de alta tensión, a una protagonista memorable inmersa en una espiral de poder y sexo. La mar del sur (2002) es la incursión de Rebolledo en las novelas picaresca y de aventuras: alternando distintos narradores y tiempos, la obra nos entrega un vívido mural del siglo XVI español y novohispano.

“Pienso que una novela de amor es tan válida como cualquier otra”, ha dicho en El olor de la guayaba Gabriel García Márquez. Amar a destiempo (2012), la cuarta y más reciente novela de Francisco Rebolledo, no aspira sino a ser una novela de amor contrariado. Como su diáfano título, sus ambiciones son modestas, pero quedan cumplidas de manera cabal. Fiel a su interés por recrear diversos periodos históricos en sus novelas, Rebolledo ubica la trama en el México de finales del siglo XVIII y principios del XIX, en plena efervescencia independentista, aunque lo histórico es, en este caso, apenas el marco de la trama y no un elemento determinante. (Quizá el espacio que se le dedica a este marco es excesivo si pensamos en su poca incidencia en la trama). Lo central es la historia de dos hombres, José Fernando y Nicolás, padre e hijo, enamorados de dos mujeres, Victoria e Isabel, madre e hija, que no pueden corresponderles. Así de simple.

De entrada, llama la atención el narrador, cuyo anacrónico estilo bulle de largas y adornadas oraciones, con frecuencia rematadas en anacolutos por la profusión de subordinadas; un narrador consciente de su condición que, desde un nosotros, prevé las reacciones del lector, anuncia finales y principios de capítulos, y constantemente vierte juicios sobre el mundo ficticio; un narrador saramaguiano que pierde de vista a sus personajes y luego los reencuentra, como si no los controlara él, y que le sirve al autor para dar un tono de época a su relato, ubicado en un mundo que aún no descubre las bondades del narrador en tercera persona flaubertiano. Esta entidad narrativa, además, se toma grandes libertades con el tiempo: en realidad, los dos desencuentros amorosos no ocurren de manera simultánea, sino alejados entre sí por décadas; pese a ello, en la novela aparecen imbricados, gracias a que el narrador interrumpe una historia para luego narrar la otra y después volver a la anterior, sin la exacta alternancia de Las palmeras salvajes. Los cortes son manejados de manera muy hábil por quien narra, anunciando las interrupciones y los nexos entre un plano y otro, de modo que, a la vuelta de las páginas, puede prescindir de los anuncios, ya que el lector asume la alternancia con naturalidad, sin dificultad alguna.

Aunque el hecho de ir embonando las piezas descuadradas de ambas historias constituye un placer en sí, no es el único propósito del recurso. Acaso el exacto paralelismo entre ambas parejas podría desafiar nuestra credulidad. El legítimo reparo queda neutralizado no solo por la intensidad de ambos desencuentros, punzantes en su imposibilidad, sino sobre todo por la sospecha, apoyada por su imbricación temporal, de que se trata en realidad de una sola historia que se las arregla para repetirse en busca de la anhelada consumación. No es la primera vez que Rebolledo se vale de la metempsicosis para comunicar dos personajes y dos tiempos, pero sí la primera que lo hace con tal sutileza, al grado de que queda al arbitrio del lector decidir si realmente ocurre o no.

Libro menor entre las ficciones de Rebolledo, Amar a destiempo es también una exploración del amor no colmado emotiva y sugerente, sencilla y no sensiblera, que abre nuevas vetas en la obra del autor, y que ojalá le granjee, de una sola y buena vez, los muchos cómplices que merece.

domingo, 26 de agosto de 2012

Crecer con Pinocho

Mejor conocido por su seudónimo Carlo Collodi, el italiano Carlo Lorenzini (1826-1890) fue víctima de unas de esas ironías bárbaras de las que no anda escasa la historia de la literatura: como Arthur Conan Doyle, quien buscó la trascendencia con novelas históricas que el tiempo ha vuelto intrascendentes y, en cambio, fue inmortalizado por una serie de novelas y cuentos policiacos a los que no profesaba demasiada simpatía y consideraba simples divertimentos, los protagonizados por Sherlock Holmes, Collodi no es recordado por ninguno de los cuentos, obras de teatro o novelas que escribió por convicción y sí por una historia moralizante dirigida a los niños que pergeñó por encargo y acaso con desgano. El autor del inolvidable Pinocho, que moriría unos años después de publicada su creación mayor, no alcanzó a ser testigo del triunfo contundente de su relato, que se convertiría en uno de los favoritos de los niños, se traduciría a casi todos los idiomas, se instalaría en el imaginario popular de forma irreversible y más de cien años después aún seguiría vivo.

Las aventuras de Pinocho fue publicado por primera vez en 1881, por entregas, en un folletín para niños y bajo el título “Historia de un títere”. Pese a la impaciencia de sus jóvenes lectores, la novela estuvo completa solo un año después, lo cual es atribuido al desinterés del autor. No hace falta resumir el argumento, pues medio mundo lo conoce. Lo que sí es pertinente apuntar es que, como podía esperarse de Disney, en la versión animada más famosa se han edulcorado varios episodios del libro. Este, por ejemplo, muestra como una de sus primeras escenas una desternillante pelea, aderezada con denuestos y equívocos, entre el carpintero maese Ciruela y Gepetto, futuro papá de la protagónica marioneta. Pinocho no solo provoca este enfrentamiento: también causa, con premeditación, que los viejos huesos de su padre adoptivo vayan a dar a la cárcel, y además despanzurra al grillo de su conciencia de un zapatazo. En comparación con este energúmeno, la creatura de Disney resulta de una ingenuidad pasmosa.

Para Tzvetan Todorov, un relato maravilloso es aquel en el que los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes ni en el lector, como en los cuentos de hadas. Es el caso de Las aventuras de Pinocho, que no solo tiene a un hada bondadosa entre su nómina de personajes, sino que presenta sucesos sobrenaturales cuyo origen nunca quedará explicado y que no engendran en los seres ficticios que lo pueblan ningún cuestionamiento sobre su condición. Así, un pedazo de madera puede hablar y conocer el apodo ominoso de un personaje que nunca ha visto; un zorro y un gato pueden desenvolverse sin problemas como seres humanos; un niño corre el riesgo de transformarse en borrico. Estamos, pues, ante un mundo en el que los sucesos más sorprendentes son cotidianos, y así los asumimos.

Como queda dicho, la obra reseñada nació con el propósito de ser una lectura edificante para los niños. Sin embargo, sus méritos rebasan por mucho la aspiración inicial de su autor. En primer lugar, no se trata de un libro que incordie a cada momento a sus lectores con palabras de advertencia sobre la mala conducta: más bien se apela a que sean los avatares de Pinocho los que susciten la reflexión. Además, el relato está salpicado de episodios chuscos y aventuras apasionantes que se imponen a la intención moral, también presente. Por último, poco a poco, quizá sin que el lector sea del todo consciente de ello, la novela cambia de piel: de ser un imaginativo y disparatado divertimento se transfigura en un solvente relato de iniciación. Aceptadas las convenciones del cuento de hadas, el lector es capaz de conmoverse ante el proceso de maduración de una marioneta cuyo mayor y legítimo anhelo es convertirse en un niño de verdad. El cambio en Pinocho no es súbito, sino gradual y convincente. A fuerza de golpes, de no resistir las tentaciones, de perderlo todo, la marioneta asimila su experiencia y se convierte en un ser atemperado, capaz de empatía con los otros.

Soslayando las pretensiones de su autor y de su primer editor, puede sugerirse que Las aventuras de Pinocho no es, como parece a simple vista, una historia para orientar la conducta de los niños a una dirección deseada, sino una que los acompaña, con ingenio, emoción y humor, en el agridulce e intransferible proceso de crecer.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Enrique Serna: el arte como una forma elevada de entretenimiento

“Entretener, divertir, distraer: muchos escritores modernos se indignarían si alguien les recuerda que ésa es también obligación de la literatura. (…) El compromiso y la experimentación son muy respetables, desde luego, pero cuando una ficción es aburrida no hay doctrina que la salve”. 

Mario Vargas Llosa



La revolución formal en la narrativa de ficción de principios del siglo XX, fuertemente influida por Freud y las vanguardias artísticas, nos legó una doble herencia: por un lado, dotó a la ficción de un nivel de osadía, sofisticación y sutileza nunca antes visto; por otro, legitimó una imprecisa y engañosa dicotomía que aún perdura: la del lector avezado, dotado de una enorme cultura, capaz de desentrañar los retos intelectuales más arduos, opuesto al lector común, indiferente a lo formal, interesado sobre todo en pasar un buen rato leyendo. Es verdad que existen narraciones ficticias maestras, indagadoras de lo humano, de una complejidad tal que nunca estará al alcance del gran público, así como cuentos y novelas tramados con gran astucia, pletóricos de tensión y suspenso, cuyo único fin es divertir. Sin embargo, la escisión mencionada, impensable en el siglo XIX, cuando la gran literatura era accesible a un amplio auditorio, se presta a confusión: puede predisponernos a favor de cualquier ficción con cierto tufillo intelectual y en contra de todo relato entretenido. No es inteligente reducir la literatura a dos polos divorciados. En medio están las obras de aquellos autores con una doble preocupación: divertir y explorar los recovecos del ser. En esta categoría se inscriben los libros de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959).

Compuesta por siete novelas, dos libros de cuentos y dos recopilaciones de ensayos y notas periodísticas, la obra de Serna es una de las más solidas del panorama literario mexicano de las últimas décadas. Su excelente recepción crítica, la buena respuesta de los lectores y los premios que ha merecido la avalan. Se trata de un conjunto heterogéneo que no rehúye su deber de retener al lector con los ardides de las historias memorables sin sacrificar por ello agudeza ni profundidad; la obra de un autor que no tiene prisa por publicar (mal que aqueja no solo a los escritores bisoños, sino a varios de los consagrados) y que evita cada vez con mayor ahínco el ripio y las formas que reclaman atención sobre sí mismas. Al respecto, Serna ha dicho lo siguiente en una entrevista: “No me gusta el virtuosismo formal forzado. He bostezado mucho leyendo ese tipo de experimentos. (…) En mis comienzos yo quería hacerme notar en mis narraciones; ahora he madurado y prefiero desaparecer tras bambalinas. A los cuarenta años comprendí que la voluntad de estilo no es una virtud sino un defecto”.

En varias de sus notas periodísticas, Serna ha declarado su antipatía ante aquellas élites intelectuales que pretenden establecer una línea severa e inamovible que divida la alta y la baja cultura, como si el arte no consistiera en un permanente mestizaje, así como ante aquellos autores que buscan disfrazar con afectación y barroquismo formal su absoluta vacuidad. Además, se ha pronunciado a favor del tan vilipendiado lector “común”, que ve en la literatura una forma de entender mejor el mundo que habita y de vivir las vidas que nunca tendrá; ha criticado con dureza, en cambio, al lector exquisito, que solo busca en los libros referencias a otros libros y un bagaje cultural estéril, sin sustancia. Aspirar a un público amplio y diverso no le parece una claudicación como escritor. En su ensayo sobre Patricia Highsmith ha apuntado: “Hay una enorme diferencia entre escribir para el público (algo que siempre termina en fracaso) y escribir lo que uno quiere de la manera en que el público pueda aceptarlo, como en el caso de Patricia”. Estas observaciones no pueden tomarse como incidentales; en realidad, conforman una poética que el autor tiene muy presente a la hora de escribir sus ficciones.

Uno de los escritores que parece haber dejado una huella más honda en la obra de Serna es Manuel Puig. En un ensayo de Las caricaturas me hacen llorar, Enrique le rinde homenaje al gran narrador argentino, invita a sus editores a poner de nuevo en circulación sus libros, critica a sus detractores (que querrían reducir sus novelas a simples divertimentos) y reconoce el gran aporte de Puig a la narrativa latinoamericana: la incorporación de la cultura popular, llámese melodrama, bolero, tango o revistas de modas, a la literatura “seria”, estudiada por académicos. Pese a que, en un principio, autores tan eminentes como Borges, Cortázar y Vargas Llosa desdeñaron la obra de Puig, este lograría pronto su inscripción en el canon de la literatura hispanoamericana. El mismo Vargas Llosa delataría su influencia en Pantaleón y las visitadoras y sobre todo en La tía Julia y el escribidor.

Serna asimiló desde los inicios de su carrera la lección del autor de El beso de la mujer araña, que tampoco ignora Haruki Murakami, otro gran admirador de Puig: la cultura popular no debe estar distante de la “alta” literatura, pues hace parte de nuestra educación sentimental; ignorarla sería cercenar todo un sistema de referencias que incide de manera sustancial en la conformación de los individuos. Serna ha estado siempre muy cerca de esa cultura: ha sido guionista de telenovelas y biógrafo de Jorge Negrete, así como redactor de las memorias de María Félix; varios de sus libros llevan como título nombres o referencias de canciones populares (Fruta verde, Las caricaturas me hacen llorar, Uno soñaba que era rey); una de sus protagonistas es una exreina de belleza; se ha ocupado con mucho respeto, además, de autores y géneros considerados de segundo orden por algunos, como la novela negra.

En su nota “Lágrimas en el clóset”, Serna consuma una defensa del melodrama: considera que las emociones son un material artístico válido y defiende las telenovelas, las cuales, en sus palabras, contribuyen a que sus espectadores experimentan una catarsis “sin la cual la vida sería insoportable para millones de seres, incluyendo a los intelectuales más analíticos y abstraídos”. En su opinión, no habría que rechazar el melodrama, sino, en todo caso, pedirle que conmueva sin falsear la realidad, reflejando la complejidad de la vida amorosa; solo así podrá ampliar los horizontes culturales de su público y darle elementos de juicio para exigir un mejor entretenimiento. De lo anterior podemos concluir que, desde la perspectiva del autor, no hay géneros menores, sino ejecuciones defectuosas de esos géneros.

Otro de los rasgos que caracteriza la obra de Serna es el humor negro. Enrique ha confesado su afición al cuento cruel, entre cuyos cultores menciona a Villiers de L’Isle Adam, Baudelaire, Virgilio Piñera y Rubem Fonseca. Observa que el género lo atrae desde la adolescencia por “su capacidad de subvertir la realidad y provocar emociones encontradas, pues el lector muchas veces no sabe si se ríe de lo que está leyendo o se ríe de sí mismo”. Esa sensación agridulce es la que tenemos ante varias de las obras de Serna: el autor suele ser despiadado con sus creaturas ficticias: vapulea sus defectos pero suele evitar la caricatura, que terminaría por restar credibilidad a los personajes; se burla de las taras de sus personajes a la vez que profundiza en sus complejas caracterizaciones, de modo que el lector se ríe a la vez que se identifica y conmueve con ellos.

Tanto en sus ficciones como en su obra periodística, Enrique Serna no duda en fustigar nuestros más acendrados vicios sociales, como el machismo, el feminismo exacerbado y malentendido, la corrupción, el nacionalismo, la falsa caridad y el arribismo, entre otras joyas, pero ataca con especial ahínco la represión de los más íntimos deseos en favor de la moral conservadora. Serna parece concebir esta como la artífice de nuestras grandes frustraciones, por lo que sugiere una liberación de las costumbres, de los estereotipos: si algunos de sus personajes se frustran por seguir los dictados de la moral retrógrada, otros son transgresores y exploran facetas poco aprobadas de la sexualidad, como la bisexualidad y las relaciones múltiples. Como Wilde, el autor opina que la mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella; como Bataille, que las prohibiciones estimulan el deseo. Serna es, pues, un moralista, pero no uno que pretenda moralizar caricaturizando a sus personajes, de modo que resulten tan ridículos como irreales, ni que se coloque en una atalaya para señalar los vicios ajenos. Por el contrario, muestra una gran empatía con sus personajes fracasados. Además, en ocasiones él mismo resulta blanco de sus burlas: si uno sigue sus notas en periódicos y revistas, podrá verlo en situaciones muy cómicas, como padeciendo una incontinencia gaseosa frente a María Félix o cargando, por odiosa cortesía, con un arsenal de libros de los que querría deshacerse como de la peste.

El grueso de la obra de Enrique Serna está compuesto por novelas. Señorita México (1987) Uno soñaba que era rey (1989), El miedo a los animales (1995), El seductor de la patria (1999), Ángeles del abismo (2004), Fruta verde (2006) y La sangre erguida (2010) son sus trabajos en este rubro. Como él mismo ha dicho, en sus primeras novelas perseguía la innovación formal; nunca olvidó, sin embargo, que el centro de la ficción reside en contar historias que emocionen y atrapen al lector. Después tendió a la invisibilidad como narrador: se valió de estructuras y estilos que no se hicieran notar, sino que fueran vehículos discretos pero eficaces para contar.

Su novela debut, Señorita México, está narrada a través de dos planos enfrentados: por un lado, el relato de vida que la protagonista, una exreina de belleza caída en desgracia, le hace a un periodista; por otro, un narrador omnisciente relata escenas cruciales que la protagonista escamotea. De la confrontación de estos dos planos, de su tensión, resulta, además de humor, un retrato despiadado a la vez que entrañable del personaje central, cuya visión está conformada en buena parte de ingenuidad, frivolidad y tontería, pero también de ilusiones perdidas que no convocan la burla sino la empatía. Hay en la mencionada oposición un contraste entre lo que Selene Sepúlveda había soñado ser y las miserias que la vida le tenía deparadas. Lo novedoso de la estructura del libro consiste, sobre todo, en la inversión temporal en el plano del narrador omnisciente, que inicia con la muerte de la protagonista y termina con su nacimiento. La prosa de Serna, funcional, precisa, despojada de inútil retórica, está presente ya en su ópera prima, como también lo está su interés por los seres marginales: elegir a una exreina de belleza como protagonista, si no es un caso único en la literatura mexicana, sí es inusual. Serna parece rescatar a Selene de viejas revistas de espectáculos, de la cultura popular a la que nunca desdeña, para decirnos que la condición humana está en todos lados, incluso en aquellos rincones con frecuencia desdeñados por los escritores “serios”.

En su segunda novela, Serna amplía sus alcances: no se propone ya contar la vida de un personaje, sino perpetrar un fresco de la Ciudad de México con diversos focos y perspectivas alternadas que den cuenta de una sociedad compleja y desigual. Un proyecto de tales características remite de inmediato a la célebre primera novela de Carlos Fuentes, La región más transparente (1958). Hay, sin embargo, diferencias notables entre esta y Uno soñaba que era rey. El libro de Fuentes presenta una ingente cantidad de personajes de todos los estratos sociales para representar una sociedad caótica, en plena expansión. Extenso y formalmente sofisticado, es un proyecto ambicioso y, sin duda, digno de aplauso. Sin embargo, adolece de importantes defectos: fracasa en su búsqueda de una esencia inexistente de la ciudad; en ocasiones sus personajes, más que seres de carne y hueso, resultan abstracciones, ideas, con un alto nivel de inverosimilitud; los personajes con cierta importancia son tan numerosos que resulta muy difícil seguirlos a todos, ya no digamos involucrarse con sus dramas y tribulaciones. Pero la mayor falla de la novela está en su lenguaje. A pesar de que Fuentes maneja con soltura varios registros lingüísticos, con frecuencia se cuela en ellos la voz autoral, que, en vez de dejar al lector la grata tarea de glosar los episodios que lee, se torna juez y nos atiborra con apreciaciones líricas sobre todo lo existente. Además, la retórica, uno de los peores defectos del autor como narrador, se impone en esta obra, de modo que la infla sin necesidad y vuelve pesada la lectura. En dicha retórica está la clave de que, leída en este siglo XXI, la novela parezca cosa vieja, afectada flor de antaño.

Serna parece haber aprendido del descalabro de su compatriota al plantearse un proyecto similar. Uno soñaba que era rey también aspira a configurar una visión panorámica de la capital mexicana, esta vez esculpida con instrumentos más modestos en apariencia, pero mucho más precisos. En vez de emular a Fuentes emulando a Balzac en su designio de competir en la ficción con el registro civil, Serna realiza una cuidadosa selección de personajes representativos de la sociedad que disecciona: un niño pobre y drogadicto, un millonario, una humilde mujer frustrada, un exrevolucionario que se pudre en vida trabajando para sus peores enemigos, un rastrero empleado de un cine, una anciana moribunda y un niño rico son los personajes principales. A lo largo de la novela, todos ellos resultan relacionados de alguna u otra manera y su participación es necesaria para el desarrollo de la trama. Alrededor de estos personajes está un grupo no demasiado extenso de secundarios que refuerza las caracterizaciones de los protagonistas, así como sus conflictos. Cada capítulo corresponde, por lo general, a la perspectiva de uno de los personajes principales. Estas perspectivas no aspiran a agotar los arquetipos de una sociedad, sino que, de forma implícita o explícita, chocan entre ellas, con lo cual generan tensión e interés. Los recursos de los que se vale Serna son diversos: supuesta transcripción de grabaciones y programas de radio, estructura de guión cinematográfico, capítulos construidos en forma de diálogos cruzados, episodios donde los delirios más disparatados se consignan como si en verdad ocurrieran. A pesar de esta variada demostración de virtuosismo formal, Serna no olvida que su misión es contar una historia que le estalle en la cara al lector, dejando al descubierto sus tremendas flaquezas, sus locos sueños, sus dolores mejor guardados. El libro adopta distintos lenguajes según el personaje en turno y no hay en ellos intervención visible de su autor. Si bien se nota la diferencia entre un registro lingüístico y otro, la prosa siempre es fluida, sin afectaciones que, además de volverla lenta, la marcarían con fecha de caducidad. Uno soñaba que era rey, es, pues, un eficaz mural de la Ciudad de México, con sus tremendos extremos y desigualdades; pero es sobre todo un retablo de personajes escrutados por la angustia, cuyo valor literario va mucho más allá de la ciudad imaginaria que los cobija.

El miedo a los animales es la única incursión, hasta el momento, de su autor en la novela policiaca, un género despreciado por algunos exquisitos por considerarlo, prejuiciadamente, baja literatura, pero muy admirado por algunos de los grandes narradores latinoamericanos, como Borges, Bioy Casares y Onetti. Este libro inaugura una etapa en la obra de Serna que continuaría hasta la fecha: una en la que, más que un armazón llamativo, buscará la discreción formal, de modo que el lector no sea nunca consciente de la técnica y nada lo distraiga de la historia que se le cuenta; lo anterior no significa que el autor no se esfuerce por conseguir una forma lograda: ahora lo hace buscando por todos los medios pasar desapercibido. La historia está protagonizada por Evaristo Reyes, experiodista y novelista frustrado, que, contrariando sus convicciones, ha aceptado trabajar como policía judicial bajo las órdenes de un comandante corrupto y cínico a más no poder. Cuando a Reyes se le encomienda que investigue la muerte de un escritor y periodista marginal que había insultado en uno de sus artículos al presidente de la república, la labor le entusiasma, pues le parece una buena oportunidad para reinvidicarse ante sí mismo, antes ese yo humillado y perdido. Al infiltrarse en el medio literario, como pide la investigación, Reyes encuentra un mundo no menos degradado que el policial: envidias, compadrazgos, soborno, corrupción, hipocresía, mafias. Como novela de detectives, El miedo a los animales es muy competente: el interés por el enigma nunca decae y el final está bien resuelto. Además, el libro es una crítica feroz al medio literario mexicano, lo que le da una dimensión superior al mero entretenimiento. El defecto que cabría achacársele es la excesiva caricaturización de ciertos personajes, como Palmira Jackson, que termina por volver poco persuasivas algunas escenas.

La novela histórica ha sido cultivada por Serna en El seductor de la patria (1999) y Ángeles del abismo (2004). En ambos casos, se esmera el autor en no abrumar a su lector con la exhaustiva investigación histórica que está detrás de sus obras, y evita referir hechos con importancia histórica pero ninguna significación para la trama. Estas dos novelas son las más extensas de Serna, y probablemente intimiden a algunos lectores por su volumen, pero, tal como las grandes novelas decimonónicas, no requieren de mayores conocimientos para su disfrute y provecho. La primera recrea la vida de uno de los villanos favoritos de los mexicanos: Antonio López de Santa Anna, presidente del país en once ocasiones, cuyo acto más sonado fue la venta forzada a Estados Unidos de medio país. Al inicio de la novela, vemos a un Santa Anna viejo y enfermo, apartado de la política, que busca reivindicar su nombre ante la historia, para lo cual pide a su hijo Manuel que funja como su biógrafo. Luego de que su petición prospera, Santa Anna escribe cartas a su biógrafo en las que cuenta una versión edulcorada y heroica de su vida. A esta versión se le oponen documentos oficiales y cartas que contradicen la versión del dictador. El recurso es muy similar al utilizado en Señorita México: se enfrentan, con efectos humorísticos, dos versiones de una misma vida que establecen no solo lo que fue el protagonista, con toda la miseria de sus fracasos y renuncias, sino lo que habría deseado ser, esa versión heroica de sí mismo que querría dar por buena. La configuración del personaje se concreta a través de la tensión entre esos dos planos. Si bien Serna nunca hace de abogado del diablo, ya que no busca atenuar las culpas del dictador, sí lo humaniza al mostrárnoslo viejo, cascado y vulnerable, de modo que luego de leer el libro no podremos recordarlo como un irreal villano, sino como un ser humano derrotado por sus defectos.

Ángeles del abismo está protagonizada por una pareja de transgresores, una falsa beata y un indio apóstata, enfrentados a la Inquisición y a la cerrada y clasista sociedad colonial en la Nueva España del siglo XVII. El autor dice haberse tomado muchas libertades con los modelos históricos de ambos personajes. Como en la novela picaresca española, los protagonistas de esta novela se valen de medios ilícitos, como el engaño, para subsistir en una sociedad que no les deja mucha más alternativas: Crisanta de la Cruz finge éxtasis místicos, mientras que su novio simula ser cristiano cuando en realidad adora a los dioses de sus antepasados. Este par de pícaros goza de las simpatías del lector, así como sus detractores le son odiosos. Entre estos, uno de los principales es el cura Juan de Cárcamo, recalcitrante defensor del orden imperante que, a la vez, tiene la diabólica tentación de la sodomía, la cual solo puede paliar con lavativas para no caer en pecado mortal. Aun cuando, sin duda, este personaje nos resulta aborrecible, nunca está satirizado al extremo de parecer irreal: se nos muestran sus dos caras, la pública y la privada, siempre en tensión, y eso nos invita a la comprensión, más que a la censura inflexible. El humor del libro surge de la burla, sustentada en las mentiras de Crisanta y Tlacotzín, de una sociedad mojigata y corrupta. La crítica social es evidente, pero se hace desde un tono festivo. Al principio, el libro está estructurado con base en dos planos narrativos alternados (uno corresponde a la beata; el otro, al indio) que acaban convergiendo.

Fruta verde es la novela del autor más inspirada en su propia biografía, aunque, según ha declarado Serna, se ha tomado todas las libertades necesarias para construir una trama novelesca que no reproduzca el pasado sino que lo transfigure. Los tres protagonistas están inspirados en el propio autor, su madre y su amigo Carlos Olmos, que en la novela son German Lugo, un joven izquierdas, publicista, apasionado por la literatura y aprendiz de escritor; Paula Recillas, su madre, lectora voraz y enemiga acérrima de cualquier acto que no esté dentro de sus estrechos preceptos morales; y Mauro Llamas, dramaturgo homosexual atraído física e intelectualmente por Germán, a quien intenta seducir. La estructura presenta tres líneas narrativas alternadas, cada una de las cuales corresponde a uno de los personajes centrales. Cada línea se desarrolla teniendo muy claro su conflicto central, que azuza la curiosidad del lector y que está muy ligado con los conflictos nodales de los otros planos. El título es el mismo de un bolero de Luis Alcaraz, popularizado en voz de Ana María González y Javier Solís, cuyo centro, como el del libro, es la caída en la tentación de un amor prohibido. En esta novela de aprendizaje, Serna dirige sus dardos de nuevo contra la moral conservadora, que pretende normar incluso los ámbitos más íntimos de sus víctimas, y defiende la diversidad sexual con humor y emotividad, sin recurrir al panfleto.

La sangre erguida es la novela más reciente de su autor. Como Fruta verde, el libro tiene tres protagonistas que se nos presentan a través de líneas narrativas alternadas: Bulmaro Díaz, un mexicano que ha dejado su estabilidad económica y su país para escapar a España con una voluptuosa dominicana que avasalla su voluntad; el actor porno argentino Juan Luis Kerlow, quien, en una época árida de su carrera, recibe una oferta para filmar una serie de películas en Barcelona y termina enganchado, por primera vez en su vida, en las arteras redes del amor; y el español Ferrán Miralles, que desde prisión nos cuenta cómo, a raíz de una mala experiencia en su juventud, quedó imposibilitado de tener relaciones sexuales normales, por lo cual se convirtió en un solterón frustrado y en un canalla condenado a quince años de cárcel. Los tres tienen en común ser cuarentones cuyas vidas terminan signadas por las hazañas, apetencias o miedos de sus respectivos penes; los tres, inquilinos de la misma ciudad, se cruzarán en más de una ocasión a lo largo del libro. Además de ser una novela jocosa, intrigante, La sangre erguida invita a la reflexión sobre el lugar preponderante que suele tener el pene en la vida de muchos varones, al grado de que se impone a la libertad de elección de su portador. De los tres protagonistas, el más logrado es, quizá, Ferrán Miralles: a través del giro que da su historia cuando al fin, a una edad madura, deja de ser virgen y salta de una cama femenina a otra, el autor recrea la tiranía del miembro genital masculino, que marca la personalidad de su dueño según su desempeño sexual y que se convierte, cuando está satisfecho, en un símbolo de poder y supremacía que puede conducir a la soledad o a la tragedia. El caso de José Luis Kerlow representa el descubrimiento tardío de la conexión entre amor y sexo, que hace estragos en un hombre acostumbrado a no mezclarlos. Aunque este plano no carece de interés, tampoco llega a la profundidad en el sondeo de las taras masculinas que sí alcanza el dedicado a Miralles. Lo mismo se puede decir de la línea correspondiente a Bulmaro Díaz, amena pero un tanto vaga en sus sugerencias y resolución. A pesar de ello, en conjunto los tres relatos aciertan al exponer al hombre desnudo, vulnerado, sometido a las servidumbres de su sexo.

En 2001, año de la publicación de su segunda reunión de relatos, El orgasmógrafo, Serna perpetró en Letras Libres una reivindicación del cuento, ese género literario tan impopular entre los lectores, pese a haber dado a la ficción algunos de sus máximos exponentes: piénsese en Poe, Maupassant, Chéjov, Borges, Cortázar y Carver. En su nota, “Especie protegida”, Serna da cuenta de una paradoja vistosa en relación con los escasos lectores de cuento: siendo este un género breve, no es el predilecto de la gente con poco tiempo para leer, que suele preferir abismarse en gordos novelones ligeros antes que hacer el esfuerzo de cambiar de tono y de historia con frecuencia, y de llenar los vacíos con la imaginación, como exigen los libros de relatos. Serna refiere, además, cómo el cuento se ha ido volviendo una “secreta pasión de una minoría cada vez más exigua”, a tal grado que incluso en los países más cultos de Europa las editoriales evitan indiscriminadamente la publicación de cuentarios, excepto si el autor ha escrito antes novelas de éxito; de ahí que el género se haya convertido en una especie protegida, que no podría sobrevivir sin la subvención de mecenas estatales o privados.

Quizás la simpatía de Serna por ese género minoritario, tan necesitado de promoción, lo lleva a la bienintencionada hipérbole de afirmar que, en las últimas décadas, tanto en México como en toda Latinoamérica el número de cuentistas notables es superior al de novelistas descollantes. Dada su difusión, la novela siempre predomina en los recuentos de la mejor ficción latinoamericana de los decenios recientes; el género en nuestros países, además, goza, si no de auge, sí de relativa buena salud. Lo cierto es que, aunque parezca escribirse poco y publicarse menos, el cuento entre nosotros sigue cultivándose con brillantez, sin rebajarse a nivel de ejercicio preparativo para enfrentarse a obras narrativas de mayor extensión. En México, Eduardo Antonio Parra, Guadalupe Nettel y el propio Serna están entre sus mayores exponentes actuales.

Los cuentos de Enrique Serna aparecen compilados en dos volúmenes, Amores de segunda mano (1994) y El orgasmógrafo (2001), a los que pronto se les sumará La ternura caníbal, que reunirá relatos inéditos y otros ya aparecidos en revistas. Da la impresión de que Serna procura lo mismo en sus cuentos que en sus novelas: la redondez y la autosuficiencia. Sus ficciones largas exhiben la misma prosa contenida y eficaz que sus relatos. Por lo general, el nivel de aquellas no está por debajo del de estos, que han figurado, con justicia, en varias antologías de lo más granado de la narrativa breve mexicana. Tanto Amores de segunda mano como El orgasmógrafo rehúyen la unidad temática y formal, y más bien le apuestan a la diversidad. Al entregar un libro de cuentos a la imprenta, Serna parece operar como, según sus propias confesiones, lo hacía el gran Julio Cortázar: escribía cuentos sin pensar en un proyecto conjunto, y cuando tenía una cantidad considerable de ellos los reunía en un libro.

Amores de segunda mano posee un título feliz, que sin embargo, no parece cubrir su variado contenido. Se trata de una buena reunión de relatos con algunos tropezones. El afán experimental, característico de la primera etapa narrativa de Serna, está presente en “Amor propio”, relato escaso de signos de puntuación, a lo Joyce, en el cual una actriz y el travesti que la imita cuentan su historia a dos voces, sin marcas que distingan una de la otra. Tal exhibición formalista intenta esconder la falta de hondura del relato, que, fuera de un guiño a El lugar sin límites, de José Donoso, no resulta memorable, sino más bien enmarañado y cansado. El libro incluye también una primera versión de Fruta verde: el cuento “La gloria de la repetición”, que tiene un argumento muy parecido al de la novela que su autor publicaría doce años después, pero que se queda apenas en esbozo de un proyecto al que todavía le faltaba madurar. Uno de los cuentos más inquietantes del libro es “La noche ajena”, en el que la familia de un niño ciego le hace creer que el sentido de la vista no existe para que no sufra esa carencia. Este cuento sería redondo si al final el autor no cediera a la tentación de explicar lo que el lector debería interpretar por su cuenta. Entre los mejores relatos de la colección están “La última visita”, estructurado por completo a través de diálogos, que narra una divertida y conmovedora historia sobre las retorcidas formas en que una madre y sus dos hijos alivian su soledad; “Extremaunción”, sobre una venganza singular, con una resolución inesperada y catártica, y dardos envenenados contra la doble moral; “Eufemia”, cuyo bien llevado desarrollo gira en torno a la frustración; y “El alimento del artista”, la jocosa historia de unos amantes que, para sentirse plenos, necesitan de la mirada ajena.

Las siete historias que conforman El orgasmógrafo, además de estar escritas con un pulso narrativo potente, cuestionan el autoritarismo, la represión, la corrupción, la cobardía y la ambición, entre otros asuntos, con el buen tino de no presentar personajes-parodias, con los que el lector no podría identificarse, sino seres pletóricos de anhelos que nunca alcanzarán, como muchos entes de otras ficciones de Serna. Es este un libro mucho más acabado que Amores de segunda mano. Distintos entre sí en tono y extensión, los cuentos de El orgasmógrafo captan la atención del lector al primer golpe, tienen buenos desarrollos y resoluciones convincentes, manejan con tino los silencios elocuentes y son, aunque formalmente diáfanos, densos de contenido.

“Vacaciones pagadas” cuenta el progresivo declive de un comediante mimado por el éxito económico, pero impedido para explotar su talento. Gracias a esta paradoja, Serna nos invita a reflexionar sobre la riqueza y la falta de contrariedad: ¿en verdad son tan deseables como a veces imaginamos? ¿No será el conflicto, motor de las historias, también el motor de la vida? “La fuga de Tadeo” presenta a un escritor que cree en el arte puro, desligado de la realidad exterior, al grado de que escribe obras ininteligibles que considera maestras y se va apartando cada vez más del mundo para consagrarse a una escritura que termina por ser risible y lo va consumiendo literalmente. Aunque este cuento es una burla a los escritores que solo saben mirarse el ombligo, tema explorado por Serna en sus notas periodísticas, el lector no dejará de sentir cierta simpatía por el personaje principal y su loco designio, que termina por sumirlo en el fracaso y sobre todo en la más espantosa soledad. “El orgasmógrafo” es un desternillante relato distópico que nos presenta una sociedad patas arriba: en vez de fomentar la decencia, la castidad, el control de los impulsos, el gobierno bombardea de estímulos sexuales a sus gobernados y les exige una cuota de orgasmos semanal. A simple vista esta parecería una sociedad liberada; en realidad, no es menos represora que la nuestra. Por ello, surgirán rebeldes que lucharán por la libertad individual. Estos luchadores no solo deberán enfrentarse al aparato de gobierno que los persigue, sino a sus propias necesidades e instintos, en contradicción con la utopía de un mundo sin sexo. “Tía Nela” es un cuento narrado en segunda persona: la tía le escribe a su sobrino travesti reprochándole su preferencia sexual y tratando siempre de sabotear su sueño de ser una mujer. El final es sorprendente e inquietante, y nos ubica en un ámbito fantástico poco frecuentado por su autor.

Parte de la obra periodística y crítica de Serna, asiduo colaborador de revistas y suplementos literarios, está compilada en los volúmenes Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008). En ellos, el autor se muestra como un perspicaz observador de la sociedad mexicana, de sus risibles ambiciones y prejuicios, así como un crítico literario lúcido y vehemente. Entre sus notas no literarias, tiene lugar la crónica y la columna de opinión. Sus blancos de ataque suelen ser la moral conservadora y las taras de diversos personajes de la vida pública. Aunque muy bien escritas y con frecuencia amigas de la carcajada (Serna se ha permitido incluso pergeñar poemas satíricos y algún decálogo irónico para los jóvenes críticos), estas notas probablemente vayan perdiendo vigencia conforme pasen los años, pues están signadas por la actualidad, y queden solo como el testimonio de un moralista agudo y mordaz sobre el país que le tocó. Su crítica literaria, en cambio, incluida en Las caricaturas me hacen llorar, es caso aparte. En su obra crítica, Serna rehúye el lenguaje esotérico de otros comentaristas, tan pretenciosos como ininteligibles, y opta por la claridad sin sacrificar la perspicacia. Sus ensayos no buscan ser neutrales ni quedar bien con nadie, sino exhibir un temperamento apasionado y encontrar en la literatura un sentido que rebase el texto mismo. Son memorables sus textos dedicados a algunos de sus autores admirados, como Manuel Puig, Carlos Olmos, Mario Arturo Ramos, Inés Arredondo, Virginio Piñera y José Agustín. No menos importantes son aquellos textos en los que explica sus disgustos literarios sin animadversión pero sin eufemismos. Tres autores, en especial, son blanco de sus críticas más punzantes: Homero Aridjis, Fernando del Paso y Carlos Fuentes. Al referirse a 1492, la novela del primero, reconoce a su autor su gran erudición sobre el siglo recreado en su ficción, el XV, pero le recrimina no saber escribir diálogos ni mantener el interés del lector ni crear personajes. Del Fernando del Paso lamenta que su ambición no esté a la altura de sus creaciones, como Palinuro de México, que, en palabras de Serna, abusa del collage y de la paciencia de sus lectores. A Fuentes le reprocha el haber sucumbido a la “novela del lenguaje”, despreocupada de la creación de personajes y una trama convincente, y centrada en innovaciones formales afectadas y vacías de significado.  Así como no le tiembla la pluma a la hora de enfrentarse a figuras consagradas o al menos celebradas por el ámbito literario mexicano, Serna también ha sabido ser generoso con algunos de los colegas de su generación o más jóvenes: Héctor de Mauleón, Jorge Volpi, Eduardo Antonio Parra, Xavier Velasco, Julián Herbert y Santiago Roncagliolo, entre otros, le han merecido comentarios elogiosos o reseñas positivas.

En su nota “La fisura del témpano”, incluida en Giros negros, Enrique Serna refiere que hace cuatro siglos los escritores de genio, entre quienes menciona a Shakespeare y Lope de Vega, eran capaces de cautivar a un público masivo sin sacrificar la altura poética de un drama, pese a que su auditorio careciera de instrucción e incluso fuera zafio. Menciona que los intelectuales de cenáculo creen que la masa está condenada a consumir subproductos culturales por su ineptitud para desentrañar el sofisticado lenguaje del arte moderno. Y agrega: “Pero la rusticidad del público no es un obstáculo insalvable para los novelistas, cineastas y dramaturgos que conciben el arte como una forma elevada de entretenimiento”. Sin duda, es en este grupo en el que Serna querría inscribirse. Resulta evidente que su obra, ajena a los vaivenes del mercado, siempre fiel a los demonios más acuciantes de su autor, busca divertir, provocar, fascinar, cuestionar y conmover a un público amplio, deseoso de historias, pero nunca a costa de condescender con la frivolidad o las fórmulas exitosas. Los libros de Serna apuestan por la reconciliación entre el entretenimiento y la capacidad de la literatura de husmear en los abismos del ser, tal como lo han conseguido quienes considera los más grandes novelistas vivos en lengua española, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, y otros de sus autores de cabecera. No es fortuito que su obra haya conseguido el aplauso tanto de los académicos como de los mal llamados “lectores comunes”, pues ella es capaz, con recursos dignos de Sherezada, de embrujar sus lectores y a la vez radiografiar, como diría Faulkner, “el corazón humano en conflicto consigo mismo”.

*Este ensayo apareció en el número 149 (junio-julio 2012) de la revista Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Entre el genio y la ocurrencia


Saludado por algunos críticos japoneses y alemanes como la obra maestra del autor, 1Q84 es el más voluminoso de sus libros (consta de unas mil páginas) y fue publicado en tres tomos en su edición primigenia: los dos primeros se pusieron a la venta en Japón a mediados de 2009, mientras que el tercero salió a principios de 2010. Tusquets publicó un volumen con los primeros dos libros en febrero de 2011 y otro más unos meses después, en octubre de ese mismo año, que incluye el tercero. Lo que sigue es mi lectura de los tres libros.

1Q84 es una novela excéntrica en el contexto de la obra de su creador y al mismo tiempo un libro muy emparentado con sus otros libros. Me explico: en las ficciones de Murakami es escasa la preocupación por fustigar los vicios de su sociedad. La indagación del autor no se dirige, por lo general, al entramado social, sino al interior de sus personajes, pletóricos de soledad, nostalgia y vacíos existenciales. Por ello sorprende que en esta nueva novela resalte mucho, sobre todo en su primer libro, la crítica al machismo, no al de un personaje en concreto sino a su propagación en una colectividad. Una de las protagonistas, Aomame, es una justiciera sui géneris: además de ser entrenadora en un gimnasio y de dar masajes terapéuticos, se dedica a asesinar de cuando en cuando a hombres que odian a las mujeres, a maridos que maltratan física y psicológicamente a sus esposas, al grado de enviarlas al hospital o a la tumba.

La referencia al título original de la primera novela de la trilogía Millenium, del sueco Stieg Larsson, es explícita en 1Q84 y no resulta fortuita. Aomame tiene mucho de Lisbeth Salander: ambas son mujeres pequeñas, en apariencia vulnerables, que se convierten en fieras cuando son atacadas. Ambas tienen aspecto de chico, han padecido experiencias duras, han explorado el lesbianismo a pesar de gustar de los hombres, han vivido de cerca la exclusión a la cual las confinan los varones y no dudan en hacer justicia por su propia mano si la ocasión lo amerita. Ambas parecen y son mujeres de cuidado, pero en el fondo son seres sensibles y anhelan una experiencia amorosa profunda. Otra semejanza entre la trilogía de Larsson y este volumen de Murakami es que ambos pueden inscribirse en la novela de suspenso, en el thriller. Pero las semejanzas entre una y otra obra son menores que sus diferencias.

Si los libros de Larsson pueden ser inscritos en el realismo, no es el caso, de ningún modo, de 1Q84. Es verdad que la novela no se desarrolla en un ámbito abiertamente maravilloso, sino en uno reconocible, “realista”; sin embargo, ese contexto es penetrado de forma constante por hechos extraños, que la razón no puede explicar del todo y que el autor no tiene interés en clarificar a los lectores. Esta característica, presente en la mayoría de las ficciones de Murakami, parece buscar perturbar al lector, sacarlo de sus casillas e invitarlo a entender de otra manera la literatura, a no buscar explicaciones a cada hecho y a valorar el carácter desasosegador, inexplicable, de ciertas escenas y personajes.

La poética anotada aparece explícita tanto en esta novela como en una novela anterior del autor japonés. Dice el protagonista de Kafka en la orilla de un libro de Natsume Soseki: “...al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un '¿y qué diablos querrá decir esta novela?'. Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese 'no sé adónde quiere ir a parar' se te queda grabado en la mente. Es extraño”. Por su parte, un protagonista de 1Q84 dice de La crisálida de aire, una novela esencial para la trama: “...cuando acabé de leerla a trompicones, hizo que me quedara en silencio. Podría decirse que tuve una extraña sensación de incomodidad, difícil de explicar”.

1Q84 se desarrolla en dos planos narrativos alternados. Por un lado está la línea de Aomame, quien se ve enfrentada al reto mayor de su carrera: debe liquidar al líder de una secta religiosa, bien resguardado por su escolta, que ha abusado sexualmente de varias niñas, incluida su hija. Por otro lado está la línea de Tengo, un profesor de matemáticas y autor de novelas no publicadas que se ve envuelto en un fraude: su jefe le ha pedido que reescriba una novela, La crisálida del aire, creada por una muchacha de 17 años, para que así se le pueda otorgar un jugoso premio literario. Aunque las dos historias parecen muy desligadas una de otra, poco a poco se irán tendiendo sutiles redes entre ellas, hasta que terminen conectadas del todo y con un conflicto en común: los protagonistas deberán descubrir por qué el mundo ha cambiado de 1984 a 1Q84 y qué implicación tendrá para ellos, además de estar preparados para enfrentarse a la temible little people, que los amenaza sin mostrarse. Tanto el pasado de Tengo como el de Aomame se nos contarán de forma gradual, de modo que no se revelen las conexiones entre uno y otro personaje antes de tiempo y que ambos resulten enigmáticos para el lector.

Muchos datos quedan no resueltos al concluir los dos primeros libros de esta novela; no estoy seguro de que todas las respuestas estén en el tercero. Los vacíos, sin embargo, no son un defecto en 1Q84, sino elocuentes silencios. Sobre todo no son obstáculos para que seamos movidos por las historias que el autor nos cuenta. Hay algo paradójico en la obra de Murakami: a la vez que brotan de ella pasajes que nos causan extrañamiento y no podemos entender a cabalidad, sus personajes padecen contrariedades muy cercanas a nosotros, como en el caso de 1Q84: la soledad, el fracaso, la exclusión, la falta de amor, el hueco que nada llena. Esta paradoja, aunada a su implacable manejo del suspenso, del ritmo narrativo, es quizá lo más atractivo de esta novela y de toda la obra de Murakami.



1Q84 supone al mismo tiempo una continuación y una ruptura en el contexto de la obra de Murakami. Continuación, porque tenemos al típico protagonista masculino murakamiano, buena persona, culto y solitario, que se adentra en los meandros de su intimidad y vive experiencias sobrenaturales que nunca encuentran una explicación racional. Continuación, por las referencias musicales y literarias, que están a la orden del día pero sin ostentación. No faltan tampoco los gatos; incluso hay un cuervo que habla, como en Kafka en la orilla. Continuación, sobre todo, porque, como en el resto de sus novelas, en 1Q84 Murakami reitera su poética del desconcierto, de lo inquietante, de las preguntas sin respuestas que sugieren y perturban. Ruptura, porque la crítica social, ausente en la mayoría de los libros del autor, tiene un papel de peso en esta obra. Ruptura, porque aparece aquí el personaje femenino más poderoso de su autor, que opaca al masculino: Aomame, una chica resuelta pese al rechazo del que ha sido objeto en una sociedad que odia a las mujeres y a los diferentes. Una mujer que le debe mucho a la Lisbeth Salander de Larsson, pero que tiene el inconfundible toque Murakami: no solo se enfrentará a peligros tangibles, sino también a presencias sobrenaturales en un mundo que ya no es el conocido, sino uno con dos lunas en el que las reglas que aplicaban para la realidad ordenada y comprensible están rotas.

El plano 1Q84, que ha sustituido en el libro a 1984, es una metáfora de toda la obra de Murakami: inicialmente, nos encontramos no en un territorio abiertamente maravilloso, sino en uno reconocible, “realista”; sin embargo, van apareciendo en él fisuras que lo ubican de manera irreversible en un contexto amenazante y perturbador, en el que la lógica vale menos que la intuición.

A la vez que suma de su ficción anterior e integración de nuevas exploraciones, 1Q84 es, además, la evidencia de los riesgos que enfrentan los ficcionistas que, como Murakami, se mueven a tientas por los territorios pantanosos de lo que no puede ser aprendido por la razón, de lo que no ofrece respuestas sino interrogantes, de lo que no afirma sino sugiere, ese mundo del sueño y del inconsciente que tomaron como bandera los surrealistas y cuyo mayor exponente es Kafka.

Los riesgos mencionados se hacen notar sobre todo en la tercera entrega de 1Q84, la menos lograda. A las líneas narrativas de Aomame y Tengo se le suma la de Ushikawa, un investigador privado a quien conocimos en las primeras dos partes de la novela. Si en ellas fue un personaje secundario, en la tercera su participación está al nivel de la de los protagonistas. No arruinaré el argumento de este tercer tomo a quienes no lo hayan leído: solo diré que la búsqueda de Ushikawa está condenada porque los lectores conocemos todas o la mayoría de las respuestas que busca. Poco interés puede suscitarnos su diligencia. Aunque el narrador se encarga de enterarnos del pasado de este ser singular, feo hasta decir basta, excluido, sin escrúpulos, talentoso en sus afanes, Ushikawa nunca llega a ser relevante por sí mismo, sino por el peligro que significa para otros personajes.

En cuanto a Aomame y Tengo, la inmovilidad los define en este cierre de la novela. Hacen pocas cosas, y ninguna de ellas es muy relevante. En vez de avanzar, sus historias se estancan: el narrador parece más preocupado por que no olvidemos el argumento de las dos primeras partes que por darnos nuevos motivos para quedarnos. La crítica social, el misterio de Fukaeri y el grupo religioso Vanguardia, la amenaza de la little people: todo se deja de lado en favor de una historia de amor poco convincente que no da para 400 páginas y cuya resolución resulta decepcionante.

Es evidente que la apuesta de Murakami no es el rigor, la correspondencia entre cada uno de los elementos ficticios, la réplica exacta a las interrogantes planteadas. Su obra es abierta tal como entiende el concepto Eco: es ambigua, ya que su mundo no responde a los paradigmas conocidos. Ante una obra así, los lectores nos movemos a tientas, sin saber a ciencia cierta qué es significativo y qué es secundario, más bien adivinándolo, intuyéndolo. Corremos, pues, el riesgo de confundir el genio con el capricho o la ocurrencia, de no saber dónde termina el talento y dónde empieza la improvisación, el descuido.

Haciendo un balance de este libro 3 de 1Q84, el saldo resulta negativo: sus historias y sus protagonistas son débiles, fácilmente olvidables; hay en él diálogos, escenas enteras sin mayor justificación que, quizás, algún pálpito mal dirigido. Ni hablar: hasta los grandes escritores se tropiezan. Tal vez habría sido deseable que 1Q84 termina con su segunda parte: la mayoría de los cabos sueltos planteados en ella no se resuelven en la tercera y los que se revelan pecan de locuacidad, por un lado; por otro, toda la tensión, las buenas caracterizaciones, las motivaciones convincentes, las apariciones inquietantes y las múltiples sugerencias de los dos primeros libros se convierten en ripio en el tercero. A veces es preferible callar, como bien sabía Carver. Murakami ha olvidado la lección, por lo menos en esta tercera parte de su novela.