miércoles, 15 de agosto de 2012

Enrique Serna: el arte como una forma elevada de entretenimiento

“Entretener, divertir, distraer: muchos escritores modernos se indignarían si alguien les recuerda que ésa es también obligación de la literatura. (…) El compromiso y la experimentación son muy respetables, desde luego, pero cuando una ficción es aburrida no hay doctrina que la salve”. 

Mario Vargas Llosa



La revolución formal en la narrativa de ficción de principios del siglo XX, fuertemente influida por Freud y las vanguardias artísticas, nos legó una doble herencia: por un lado, dotó a la ficción de un nivel de osadía, sofisticación y sutileza nunca antes visto; por otro, legitimó una imprecisa y engañosa dicotomía que aún perdura: la del lector avezado, dotado de una enorme cultura, capaz de desentrañar los retos intelectuales más arduos, opuesto al lector común, indiferente a lo formal, interesado sobre todo en pasar un buen rato leyendo. Es verdad que existen narraciones ficticias maestras, indagadoras de lo humano, de una complejidad tal que nunca estará al alcance del gran público, así como cuentos y novelas tramados con gran astucia, pletóricos de tensión y suspenso, cuyo único fin es divertir. Sin embargo, la escisión mencionada, impensable en el siglo XIX, cuando la gran literatura era accesible a un amplio auditorio, se presta a confusión: puede predisponernos a favor de cualquier ficción con cierto tufillo intelectual y en contra de todo relato entretenido. No es inteligente reducir la literatura a dos polos divorciados. En medio están las obras de aquellos autores con una doble preocupación: divertir y explorar los recovecos del ser. En esta categoría se inscriben los libros de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959).

Compuesta por siete novelas, dos libros de cuentos y dos recopilaciones de ensayos y notas periodísticas, la obra de Serna es una de las más solidas del panorama literario mexicano de las últimas décadas. Su excelente recepción crítica, la buena respuesta de los lectores y los premios que ha merecido la avalan. Se trata de un conjunto heterogéneo que no rehúye su deber de retener al lector con los ardides de las historias memorables sin sacrificar por ello agudeza ni profundidad; la obra de un autor que no tiene prisa por publicar (mal que aqueja no solo a los escritores bisoños, sino a varios de los consagrados) y que evita cada vez con mayor ahínco el ripio y las formas que reclaman atención sobre sí mismas. Al respecto, Serna ha dicho lo siguiente en una entrevista: “No me gusta el virtuosismo formal forzado. He bostezado mucho leyendo ese tipo de experimentos. (…) En mis comienzos yo quería hacerme notar en mis narraciones; ahora he madurado y prefiero desaparecer tras bambalinas. A los cuarenta años comprendí que la voluntad de estilo no es una virtud sino un defecto”.

En varias de sus notas periodísticas, Serna ha declarado su antipatía ante aquellas élites intelectuales que pretenden establecer una línea severa e inamovible que divida la alta y la baja cultura, como si el arte no consistiera en un permanente mestizaje, así como ante aquellos autores que buscan disfrazar con afectación y barroquismo formal su absoluta vacuidad. Además, se ha pronunciado a favor del tan vilipendiado lector “común”, que ve en la literatura una forma de entender mejor el mundo que habita y de vivir las vidas que nunca tendrá; ha criticado con dureza, en cambio, al lector exquisito, que solo busca en los libros referencias a otros libros y un bagaje cultural estéril, sin sustancia. Aspirar a un público amplio y diverso no le parece una claudicación como escritor. En su ensayo sobre Patricia Highsmith ha apuntado: “Hay una enorme diferencia entre escribir para el público (algo que siempre termina en fracaso) y escribir lo que uno quiere de la manera en que el público pueda aceptarlo, como en el caso de Patricia”. Estas observaciones no pueden tomarse como incidentales; en realidad, conforman una poética que el autor tiene muy presente a la hora de escribir sus ficciones.

Uno de los escritores que parece haber dejado una huella más honda en la obra de Serna es Manuel Puig. En un ensayo de Las caricaturas me hacen llorar, Enrique le rinde homenaje al gran narrador argentino, invita a sus editores a poner de nuevo en circulación sus libros, critica a sus detractores (que querrían reducir sus novelas a simples divertimentos) y reconoce el gran aporte de Puig a la narrativa latinoamericana: la incorporación de la cultura popular, llámese melodrama, bolero, tango o revistas de modas, a la literatura “seria”, estudiada por académicos. Pese a que, en un principio, autores tan eminentes como Borges, Cortázar y Vargas Llosa desdeñaron la obra de Puig, este lograría pronto su inscripción en el canon de la literatura hispanoamericana. El mismo Vargas Llosa delataría su influencia en Pantaleón y las visitadoras y sobre todo en La tía Julia y el escribidor.

Serna asimiló desde los inicios de su carrera la lección del autor de El beso de la mujer araña, que tampoco ignora Haruki Murakami, otro gran admirador de Puig: la cultura popular no debe estar distante de la “alta” literatura, pues hace parte de nuestra educación sentimental; ignorarla sería cercenar todo un sistema de referencias que incide de manera sustancial en la conformación de los individuos. Serna ha estado siempre muy cerca de esa cultura: ha sido guionista de telenovelas y biógrafo de Jorge Negrete, así como redactor de las memorias de María Félix; varios de sus libros llevan como título nombres o referencias de canciones populares (Fruta verde, Las caricaturas me hacen llorar, Uno soñaba que era rey); una de sus protagonistas es una exreina de belleza; se ha ocupado con mucho respeto, además, de autores y géneros considerados de segundo orden por algunos, como la novela negra.

En su nota “Lágrimas en el clóset”, Serna consuma una defensa del melodrama: considera que las emociones son un material artístico válido y defiende las telenovelas, las cuales, en sus palabras, contribuyen a que sus espectadores experimentan una catarsis “sin la cual la vida sería insoportable para millones de seres, incluyendo a los intelectuales más analíticos y abstraídos”. En su opinión, no habría que rechazar el melodrama, sino, en todo caso, pedirle que conmueva sin falsear la realidad, reflejando la complejidad de la vida amorosa; solo así podrá ampliar los horizontes culturales de su público y darle elementos de juicio para exigir un mejor entretenimiento. De lo anterior podemos concluir que, desde la perspectiva del autor, no hay géneros menores, sino ejecuciones defectuosas de esos géneros.

Otro de los rasgos que caracteriza la obra de Serna es el humor negro. Enrique ha confesado su afición al cuento cruel, entre cuyos cultores menciona a Villiers de L’Isle Adam, Baudelaire, Virgilio Piñera y Rubem Fonseca. Observa que el género lo atrae desde la adolescencia por “su capacidad de subvertir la realidad y provocar emociones encontradas, pues el lector muchas veces no sabe si se ríe de lo que está leyendo o se ríe de sí mismo”. Esa sensación agridulce es la que tenemos ante varias de las obras de Serna: el autor suele ser despiadado con sus creaturas ficticias: vapulea sus defectos pero suele evitar la caricatura, que terminaría por restar credibilidad a los personajes; se burla de las taras de sus personajes a la vez que profundiza en sus complejas caracterizaciones, de modo que el lector se ríe a la vez que se identifica y conmueve con ellos.

Tanto en sus ficciones como en su obra periodística, Enrique Serna no duda en fustigar nuestros más acendrados vicios sociales, como el machismo, el feminismo exacerbado y malentendido, la corrupción, el nacionalismo, la falsa caridad y el arribismo, entre otras joyas, pero ataca con especial ahínco la represión de los más íntimos deseos en favor de la moral conservadora. Serna parece concebir esta como la artífice de nuestras grandes frustraciones, por lo que sugiere una liberación de las costumbres, de los estereotipos: si algunos de sus personajes se frustran por seguir los dictados de la moral retrógrada, otros son transgresores y exploran facetas poco aprobadas de la sexualidad, como la bisexualidad y las relaciones múltiples. Como Wilde, el autor opina que la mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella; como Bataille, que las prohibiciones estimulan el deseo. Serna es, pues, un moralista, pero no uno que pretenda moralizar caricaturizando a sus personajes, de modo que resulten tan ridículos como irreales, ni que se coloque en una atalaya para señalar los vicios ajenos. Por el contrario, muestra una gran empatía con sus personajes fracasados. Además, en ocasiones él mismo resulta blanco de sus burlas: si uno sigue sus notas en periódicos y revistas, podrá verlo en situaciones muy cómicas, como padeciendo una incontinencia gaseosa frente a María Félix o cargando, por odiosa cortesía, con un arsenal de libros de los que querría deshacerse como de la peste.

El grueso de la obra de Enrique Serna está compuesto por novelas. Señorita México (1987) Uno soñaba que era rey (1989), El miedo a los animales (1995), El seductor de la patria (1999), Ángeles del abismo (2004), Fruta verde (2006) y La sangre erguida (2010) son sus trabajos en este rubro. Como él mismo ha dicho, en sus primeras novelas perseguía la innovación formal; nunca olvidó, sin embargo, que el centro de la ficción reside en contar historias que emocionen y atrapen al lector. Después tendió a la invisibilidad como narrador: se valió de estructuras y estilos que no se hicieran notar, sino que fueran vehículos discretos pero eficaces para contar.

Su novela debut, Señorita México, está narrada a través de dos planos enfrentados: por un lado, el relato de vida que la protagonista, una exreina de belleza caída en desgracia, le hace a un periodista; por otro, un narrador omnisciente relata escenas cruciales que la protagonista escamotea. De la confrontación de estos dos planos, de su tensión, resulta, además de humor, un retrato despiadado a la vez que entrañable del personaje central, cuya visión está conformada en buena parte de ingenuidad, frivolidad y tontería, pero también de ilusiones perdidas que no convocan la burla sino la empatía. Hay en la mencionada oposición un contraste entre lo que Selene Sepúlveda había soñado ser y las miserias que la vida le tenía deparadas. Lo novedoso de la estructura del libro consiste, sobre todo, en la inversión temporal en el plano del narrador omnisciente, que inicia con la muerte de la protagonista y termina con su nacimiento. La prosa de Serna, funcional, precisa, despojada de inútil retórica, está presente ya en su ópera prima, como también lo está su interés por los seres marginales: elegir a una exreina de belleza como protagonista, si no es un caso único en la literatura mexicana, sí es inusual. Serna parece rescatar a Selene de viejas revistas de espectáculos, de la cultura popular a la que nunca desdeña, para decirnos que la condición humana está en todos lados, incluso en aquellos rincones con frecuencia desdeñados por los escritores “serios”.

En su segunda novela, Serna amplía sus alcances: no se propone ya contar la vida de un personaje, sino perpetrar un fresco de la Ciudad de México con diversos focos y perspectivas alternadas que den cuenta de una sociedad compleja y desigual. Un proyecto de tales características remite de inmediato a la célebre primera novela de Carlos Fuentes, La región más transparente (1958). Hay, sin embargo, diferencias notables entre esta y Uno soñaba que era rey. El libro de Fuentes presenta una ingente cantidad de personajes de todos los estratos sociales para representar una sociedad caótica, en plena expansión. Extenso y formalmente sofisticado, es un proyecto ambicioso y, sin duda, digno de aplauso. Sin embargo, adolece de importantes defectos: fracasa en su búsqueda de una esencia inexistente de la ciudad; en ocasiones sus personajes, más que seres de carne y hueso, resultan abstracciones, ideas, con un alto nivel de inverosimilitud; los personajes con cierta importancia son tan numerosos que resulta muy difícil seguirlos a todos, ya no digamos involucrarse con sus dramas y tribulaciones. Pero la mayor falla de la novela está en su lenguaje. A pesar de que Fuentes maneja con soltura varios registros lingüísticos, con frecuencia se cuela en ellos la voz autoral, que, en vez de dejar al lector la grata tarea de glosar los episodios que lee, se torna juez y nos atiborra con apreciaciones líricas sobre todo lo existente. Además, la retórica, uno de los peores defectos del autor como narrador, se impone en esta obra, de modo que la infla sin necesidad y vuelve pesada la lectura. En dicha retórica está la clave de que, leída en este siglo XXI, la novela parezca cosa vieja, afectada flor de antaño.

Serna parece haber aprendido del descalabro de su compatriota al plantearse un proyecto similar. Uno soñaba que era rey también aspira a configurar una visión panorámica de la capital mexicana, esta vez esculpida con instrumentos más modestos en apariencia, pero mucho más precisos. En vez de emular a Fuentes emulando a Balzac en su designio de competir en la ficción con el registro civil, Serna realiza una cuidadosa selección de personajes representativos de la sociedad que disecciona: un niño pobre y drogadicto, un millonario, una humilde mujer frustrada, un exrevolucionario que se pudre en vida trabajando para sus peores enemigos, un rastrero empleado de un cine, una anciana moribunda y un niño rico son los personajes principales. A lo largo de la novela, todos ellos resultan relacionados de alguna u otra manera y su participación es necesaria para el desarrollo de la trama. Alrededor de estos personajes está un grupo no demasiado extenso de secundarios que refuerza las caracterizaciones de los protagonistas, así como sus conflictos. Cada capítulo corresponde, por lo general, a la perspectiva de uno de los personajes principales. Estas perspectivas no aspiran a agotar los arquetipos de una sociedad, sino que, de forma implícita o explícita, chocan entre ellas, con lo cual generan tensión e interés. Los recursos de los que se vale Serna son diversos: supuesta transcripción de grabaciones y programas de radio, estructura de guión cinematográfico, capítulos construidos en forma de diálogos cruzados, episodios donde los delirios más disparatados se consignan como si en verdad ocurrieran. A pesar de esta variada demostración de virtuosismo formal, Serna no olvida que su misión es contar una historia que le estalle en la cara al lector, dejando al descubierto sus tremendas flaquezas, sus locos sueños, sus dolores mejor guardados. El libro adopta distintos lenguajes según el personaje en turno y no hay en ellos intervención visible de su autor. Si bien se nota la diferencia entre un registro lingüístico y otro, la prosa siempre es fluida, sin afectaciones que, además de volverla lenta, la marcarían con fecha de caducidad. Uno soñaba que era rey, es, pues, un eficaz mural de la Ciudad de México, con sus tremendos extremos y desigualdades; pero es sobre todo un retablo de personajes escrutados por la angustia, cuyo valor literario va mucho más allá de la ciudad imaginaria que los cobija.

El miedo a los animales es la única incursión, hasta el momento, de su autor en la novela policiaca, un género despreciado por algunos exquisitos por considerarlo, prejuiciadamente, baja literatura, pero muy admirado por algunos de los grandes narradores latinoamericanos, como Borges, Bioy Casares y Onetti. Este libro inaugura una etapa en la obra de Serna que continuaría hasta la fecha: una en la que, más que un armazón llamativo, buscará la discreción formal, de modo que el lector no sea nunca consciente de la técnica y nada lo distraiga de la historia que se le cuenta; lo anterior no significa que el autor no se esfuerce por conseguir una forma lograda: ahora lo hace buscando por todos los medios pasar desapercibido. La historia está protagonizada por Evaristo Reyes, experiodista y novelista frustrado, que, contrariando sus convicciones, ha aceptado trabajar como policía judicial bajo las órdenes de un comandante corrupto y cínico a más no poder. Cuando a Reyes se le encomienda que investigue la muerte de un escritor y periodista marginal que había insultado en uno de sus artículos al presidente de la república, la labor le entusiasma, pues le parece una buena oportunidad para reinvidicarse ante sí mismo, antes ese yo humillado y perdido. Al infiltrarse en el medio literario, como pide la investigación, Reyes encuentra un mundo no menos degradado que el policial: envidias, compadrazgos, soborno, corrupción, hipocresía, mafias. Como novela de detectives, El miedo a los animales es muy competente: el interés por el enigma nunca decae y el final está bien resuelto. Además, el libro es una crítica feroz al medio literario mexicano, lo que le da una dimensión superior al mero entretenimiento. El defecto que cabría achacársele es la excesiva caricaturización de ciertos personajes, como Palmira Jackson, que termina por volver poco persuasivas algunas escenas.

La novela histórica ha sido cultivada por Serna en El seductor de la patria (1999) y Ángeles del abismo (2004). En ambos casos, se esmera el autor en no abrumar a su lector con la exhaustiva investigación histórica que está detrás de sus obras, y evita referir hechos con importancia histórica pero ninguna significación para la trama. Estas dos novelas son las más extensas de Serna, y probablemente intimiden a algunos lectores por su volumen, pero, tal como las grandes novelas decimonónicas, no requieren de mayores conocimientos para su disfrute y provecho. La primera recrea la vida de uno de los villanos favoritos de los mexicanos: Antonio López de Santa Anna, presidente del país en once ocasiones, cuyo acto más sonado fue la venta forzada a Estados Unidos de medio país. Al inicio de la novela, vemos a un Santa Anna viejo y enfermo, apartado de la política, que busca reivindicar su nombre ante la historia, para lo cual pide a su hijo Manuel que funja como su biógrafo. Luego de que su petición prospera, Santa Anna escribe cartas a su biógrafo en las que cuenta una versión edulcorada y heroica de su vida. A esta versión se le oponen documentos oficiales y cartas que contradicen la versión del dictador. El recurso es muy similar al utilizado en Señorita México: se enfrentan, con efectos humorísticos, dos versiones de una misma vida que establecen no solo lo que fue el protagonista, con toda la miseria de sus fracasos y renuncias, sino lo que habría deseado ser, esa versión heroica de sí mismo que querría dar por buena. La configuración del personaje se concreta a través de la tensión entre esos dos planos. Si bien Serna nunca hace de abogado del diablo, ya que no busca atenuar las culpas del dictador, sí lo humaniza al mostrárnoslo viejo, cascado y vulnerable, de modo que luego de leer el libro no podremos recordarlo como un irreal villano, sino como un ser humano derrotado por sus defectos.

Ángeles del abismo está protagonizada por una pareja de transgresores, una falsa beata y un indio apóstata, enfrentados a la Inquisición y a la cerrada y clasista sociedad colonial en la Nueva España del siglo XVII. El autor dice haberse tomado muchas libertades con los modelos históricos de ambos personajes. Como en la novela picaresca española, los protagonistas de esta novela se valen de medios ilícitos, como el engaño, para subsistir en una sociedad que no les deja mucha más alternativas: Crisanta de la Cruz finge éxtasis místicos, mientras que su novio simula ser cristiano cuando en realidad adora a los dioses de sus antepasados. Este par de pícaros goza de las simpatías del lector, así como sus detractores le son odiosos. Entre estos, uno de los principales es el cura Juan de Cárcamo, recalcitrante defensor del orden imperante que, a la vez, tiene la diabólica tentación de la sodomía, la cual solo puede paliar con lavativas para no caer en pecado mortal. Aun cuando, sin duda, este personaje nos resulta aborrecible, nunca está satirizado al extremo de parecer irreal: se nos muestran sus dos caras, la pública y la privada, siempre en tensión, y eso nos invita a la comprensión, más que a la censura inflexible. El humor del libro surge de la burla, sustentada en las mentiras de Crisanta y Tlacotzín, de una sociedad mojigata y corrupta. La crítica social es evidente, pero se hace desde un tono festivo. Al principio, el libro está estructurado con base en dos planos narrativos alternados (uno corresponde a la beata; el otro, al indio) que acaban convergiendo.

Fruta verde es la novela del autor más inspirada en su propia biografía, aunque, según ha declarado Serna, se ha tomado todas las libertades necesarias para construir una trama novelesca que no reproduzca el pasado sino que lo transfigure. Los tres protagonistas están inspirados en el propio autor, su madre y su amigo Carlos Olmos, que en la novela son German Lugo, un joven izquierdas, publicista, apasionado por la literatura y aprendiz de escritor; Paula Recillas, su madre, lectora voraz y enemiga acérrima de cualquier acto que no esté dentro de sus estrechos preceptos morales; y Mauro Llamas, dramaturgo homosexual atraído física e intelectualmente por Germán, a quien intenta seducir. La estructura presenta tres líneas narrativas alternadas, cada una de las cuales corresponde a uno de los personajes centrales. Cada línea se desarrolla teniendo muy claro su conflicto central, que azuza la curiosidad del lector y que está muy ligado con los conflictos nodales de los otros planos. El título es el mismo de un bolero de Luis Alcaraz, popularizado en voz de Ana María González y Javier Solís, cuyo centro, como el del libro, es la caída en la tentación de un amor prohibido. En esta novela de aprendizaje, Serna dirige sus dardos de nuevo contra la moral conservadora, que pretende normar incluso los ámbitos más íntimos de sus víctimas, y defiende la diversidad sexual con humor y emotividad, sin recurrir al panfleto.

La sangre erguida es la novela más reciente de su autor. Como Fruta verde, el libro tiene tres protagonistas que se nos presentan a través de líneas narrativas alternadas: Bulmaro Díaz, un mexicano que ha dejado su estabilidad económica y su país para escapar a España con una voluptuosa dominicana que avasalla su voluntad; el actor porno argentino Juan Luis Kerlow, quien, en una época árida de su carrera, recibe una oferta para filmar una serie de películas en Barcelona y termina enganchado, por primera vez en su vida, en las arteras redes del amor; y el español Ferrán Miralles, que desde prisión nos cuenta cómo, a raíz de una mala experiencia en su juventud, quedó imposibilitado de tener relaciones sexuales normales, por lo cual se convirtió en un solterón frustrado y en un canalla condenado a quince años de cárcel. Los tres tienen en común ser cuarentones cuyas vidas terminan signadas por las hazañas, apetencias o miedos de sus respectivos penes; los tres, inquilinos de la misma ciudad, se cruzarán en más de una ocasión a lo largo del libro. Además de ser una novela jocosa, intrigante, La sangre erguida invita a la reflexión sobre el lugar preponderante que suele tener el pene en la vida de muchos varones, al grado de que se impone a la libertad de elección de su portador. De los tres protagonistas, el más logrado es, quizá, Ferrán Miralles: a través del giro que da su historia cuando al fin, a una edad madura, deja de ser virgen y salta de una cama femenina a otra, el autor recrea la tiranía del miembro genital masculino, que marca la personalidad de su dueño según su desempeño sexual y que se convierte, cuando está satisfecho, en un símbolo de poder y supremacía que puede conducir a la soledad o a la tragedia. El caso de José Luis Kerlow representa el descubrimiento tardío de la conexión entre amor y sexo, que hace estragos en un hombre acostumbrado a no mezclarlos. Aunque este plano no carece de interés, tampoco llega a la profundidad en el sondeo de las taras masculinas que sí alcanza el dedicado a Miralles. Lo mismo se puede decir de la línea correspondiente a Bulmaro Díaz, amena pero un tanto vaga en sus sugerencias y resolución. A pesar de ello, en conjunto los tres relatos aciertan al exponer al hombre desnudo, vulnerado, sometido a las servidumbres de su sexo.

En 2001, año de la publicación de su segunda reunión de relatos, El orgasmógrafo, Serna perpetró en Letras Libres una reivindicación del cuento, ese género literario tan impopular entre los lectores, pese a haber dado a la ficción algunos de sus máximos exponentes: piénsese en Poe, Maupassant, Chéjov, Borges, Cortázar y Carver. En su nota, “Especie protegida”, Serna da cuenta de una paradoja vistosa en relación con los escasos lectores de cuento: siendo este un género breve, no es el predilecto de la gente con poco tiempo para leer, que suele preferir abismarse en gordos novelones ligeros antes que hacer el esfuerzo de cambiar de tono y de historia con frecuencia, y de llenar los vacíos con la imaginación, como exigen los libros de relatos. Serna refiere, además, cómo el cuento se ha ido volviendo una “secreta pasión de una minoría cada vez más exigua”, a tal grado que incluso en los países más cultos de Europa las editoriales evitan indiscriminadamente la publicación de cuentarios, excepto si el autor ha escrito antes novelas de éxito; de ahí que el género se haya convertido en una especie protegida, que no podría sobrevivir sin la subvención de mecenas estatales o privados.

Quizás la simpatía de Serna por ese género minoritario, tan necesitado de promoción, lo lleva a la bienintencionada hipérbole de afirmar que, en las últimas décadas, tanto en México como en toda Latinoamérica el número de cuentistas notables es superior al de novelistas descollantes. Dada su difusión, la novela siempre predomina en los recuentos de la mejor ficción latinoamericana de los decenios recientes; el género en nuestros países, además, goza, si no de auge, sí de relativa buena salud. Lo cierto es que, aunque parezca escribirse poco y publicarse menos, el cuento entre nosotros sigue cultivándose con brillantez, sin rebajarse a nivel de ejercicio preparativo para enfrentarse a obras narrativas de mayor extensión. En México, Eduardo Antonio Parra, Guadalupe Nettel y el propio Serna están entre sus mayores exponentes actuales.

Los cuentos de Enrique Serna aparecen compilados en dos volúmenes, Amores de segunda mano (1994) y El orgasmógrafo (2001), a los que pronto se les sumará La ternura caníbal, que reunirá relatos inéditos y otros ya aparecidos en revistas. Da la impresión de que Serna procura lo mismo en sus cuentos que en sus novelas: la redondez y la autosuficiencia. Sus ficciones largas exhiben la misma prosa contenida y eficaz que sus relatos. Por lo general, el nivel de aquellas no está por debajo del de estos, que han figurado, con justicia, en varias antologías de lo más granado de la narrativa breve mexicana. Tanto Amores de segunda mano como El orgasmógrafo rehúyen la unidad temática y formal, y más bien le apuestan a la diversidad. Al entregar un libro de cuentos a la imprenta, Serna parece operar como, según sus propias confesiones, lo hacía el gran Julio Cortázar: escribía cuentos sin pensar en un proyecto conjunto, y cuando tenía una cantidad considerable de ellos los reunía en un libro.

Amores de segunda mano posee un título feliz, que sin embargo, no parece cubrir su variado contenido. Se trata de una buena reunión de relatos con algunos tropezones. El afán experimental, característico de la primera etapa narrativa de Serna, está presente en “Amor propio”, relato escaso de signos de puntuación, a lo Joyce, en el cual una actriz y el travesti que la imita cuentan su historia a dos voces, sin marcas que distingan una de la otra. Tal exhibición formalista intenta esconder la falta de hondura del relato, que, fuera de un guiño a El lugar sin límites, de José Donoso, no resulta memorable, sino más bien enmarañado y cansado. El libro incluye también una primera versión de Fruta verde: el cuento “La gloria de la repetición”, que tiene un argumento muy parecido al de la novela que su autor publicaría doce años después, pero que se queda apenas en esbozo de un proyecto al que todavía le faltaba madurar. Uno de los cuentos más inquietantes del libro es “La noche ajena”, en el que la familia de un niño ciego le hace creer que el sentido de la vista no existe para que no sufra esa carencia. Este cuento sería redondo si al final el autor no cediera a la tentación de explicar lo que el lector debería interpretar por su cuenta. Entre los mejores relatos de la colección están “La última visita”, estructurado por completo a través de diálogos, que narra una divertida y conmovedora historia sobre las retorcidas formas en que una madre y sus dos hijos alivian su soledad; “Extremaunción”, sobre una venganza singular, con una resolución inesperada y catártica, y dardos envenenados contra la doble moral; “Eufemia”, cuyo bien llevado desarrollo gira en torno a la frustración; y “El alimento del artista”, la jocosa historia de unos amantes que, para sentirse plenos, necesitan de la mirada ajena.

Las siete historias que conforman El orgasmógrafo, además de estar escritas con un pulso narrativo potente, cuestionan el autoritarismo, la represión, la corrupción, la cobardía y la ambición, entre otros asuntos, con el buen tino de no presentar personajes-parodias, con los que el lector no podría identificarse, sino seres pletóricos de anhelos que nunca alcanzarán, como muchos entes de otras ficciones de Serna. Es este un libro mucho más acabado que Amores de segunda mano. Distintos entre sí en tono y extensión, los cuentos de El orgasmógrafo captan la atención del lector al primer golpe, tienen buenos desarrollos y resoluciones convincentes, manejan con tino los silencios elocuentes y son, aunque formalmente diáfanos, densos de contenido.

“Vacaciones pagadas” cuenta el progresivo declive de un comediante mimado por el éxito económico, pero impedido para explotar su talento. Gracias a esta paradoja, Serna nos invita a reflexionar sobre la riqueza y la falta de contrariedad: ¿en verdad son tan deseables como a veces imaginamos? ¿No será el conflicto, motor de las historias, también el motor de la vida? “La fuga de Tadeo” presenta a un escritor que cree en el arte puro, desligado de la realidad exterior, al grado de que escribe obras ininteligibles que considera maestras y se va apartando cada vez más del mundo para consagrarse a una escritura que termina por ser risible y lo va consumiendo literalmente. Aunque este cuento es una burla a los escritores que solo saben mirarse el ombligo, tema explorado por Serna en sus notas periodísticas, el lector no dejará de sentir cierta simpatía por el personaje principal y su loco designio, que termina por sumirlo en el fracaso y sobre todo en la más espantosa soledad. “El orgasmógrafo” es un desternillante relato distópico que nos presenta una sociedad patas arriba: en vez de fomentar la decencia, la castidad, el control de los impulsos, el gobierno bombardea de estímulos sexuales a sus gobernados y les exige una cuota de orgasmos semanal. A simple vista esta parecería una sociedad liberada; en realidad, no es menos represora que la nuestra. Por ello, surgirán rebeldes que lucharán por la libertad individual. Estos luchadores no solo deberán enfrentarse al aparato de gobierno que los persigue, sino a sus propias necesidades e instintos, en contradicción con la utopía de un mundo sin sexo. “Tía Nela” es un cuento narrado en segunda persona: la tía le escribe a su sobrino travesti reprochándole su preferencia sexual y tratando siempre de sabotear su sueño de ser una mujer. El final es sorprendente e inquietante, y nos ubica en un ámbito fantástico poco frecuentado por su autor.

Parte de la obra periodística y crítica de Serna, asiduo colaborador de revistas y suplementos literarios, está compilada en los volúmenes Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008). En ellos, el autor se muestra como un perspicaz observador de la sociedad mexicana, de sus risibles ambiciones y prejuicios, así como un crítico literario lúcido y vehemente. Entre sus notas no literarias, tiene lugar la crónica y la columna de opinión. Sus blancos de ataque suelen ser la moral conservadora y las taras de diversos personajes de la vida pública. Aunque muy bien escritas y con frecuencia amigas de la carcajada (Serna se ha permitido incluso pergeñar poemas satíricos y algún decálogo irónico para los jóvenes críticos), estas notas probablemente vayan perdiendo vigencia conforme pasen los años, pues están signadas por la actualidad, y queden solo como el testimonio de un moralista agudo y mordaz sobre el país que le tocó. Su crítica literaria, en cambio, incluida en Las caricaturas me hacen llorar, es caso aparte. En su obra crítica, Serna rehúye el lenguaje esotérico de otros comentaristas, tan pretenciosos como ininteligibles, y opta por la claridad sin sacrificar la perspicacia. Sus ensayos no buscan ser neutrales ni quedar bien con nadie, sino exhibir un temperamento apasionado y encontrar en la literatura un sentido que rebase el texto mismo. Son memorables sus textos dedicados a algunos de sus autores admirados, como Manuel Puig, Carlos Olmos, Mario Arturo Ramos, Inés Arredondo, Virginio Piñera y José Agustín. No menos importantes son aquellos textos en los que explica sus disgustos literarios sin animadversión pero sin eufemismos. Tres autores, en especial, son blanco de sus críticas más punzantes: Homero Aridjis, Fernando del Paso y Carlos Fuentes. Al referirse a 1492, la novela del primero, reconoce a su autor su gran erudición sobre el siglo recreado en su ficción, el XV, pero le recrimina no saber escribir diálogos ni mantener el interés del lector ni crear personajes. Del Fernando del Paso lamenta que su ambición no esté a la altura de sus creaciones, como Palinuro de México, que, en palabras de Serna, abusa del collage y de la paciencia de sus lectores. A Fuentes le reprocha el haber sucumbido a la “novela del lenguaje”, despreocupada de la creación de personajes y una trama convincente, y centrada en innovaciones formales afectadas y vacías de significado.  Así como no le tiembla la pluma a la hora de enfrentarse a figuras consagradas o al menos celebradas por el ámbito literario mexicano, Serna también ha sabido ser generoso con algunos de los colegas de su generación o más jóvenes: Héctor de Mauleón, Jorge Volpi, Eduardo Antonio Parra, Xavier Velasco, Julián Herbert y Santiago Roncagliolo, entre otros, le han merecido comentarios elogiosos o reseñas positivas.

En su nota “La fisura del témpano”, incluida en Giros negros, Enrique Serna refiere que hace cuatro siglos los escritores de genio, entre quienes menciona a Shakespeare y Lope de Vega, eran capaces de cautivar a un público masivo sin sacrificar la altura poética de un drama, pese a que su auditorio careciera de instrucción e incluso fuera zafio. Menciona que los intelectuales de cenáculo creen que la masa está condenada a consumir subproductos culturales por su ineptitud para desentrañar el sofisticado lenguaje del arte moderno. Y agrega: “Pero la rusticidad del público no es un obstáculo insalvable para los novelistas, cineastas y dramaturgos que conciben el arte como una forma elevada de entretenimiento”. Sin duda, es en este grupo en el que Serna querría inscribirse. Resulta evidente que su obra, ajena a los vaivenes del mercado, siempre fiel a los demonios más acuciantes de su autor, busca divertir, provocar, fascinar, cuestionar y conmover a un público amplio, deseoso de historias, pero nunca a costa de condescender con la frivolidad o las fórmulas exitosas. Los libros de Serna apuestan por la reconciliación entre el entretenimiento y la capacidad de la literatura de husmear en los abismos del ser, tal como lo han conseguido quienes considera los más grandes novelistas vivos en lengua española, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, y otros de sus autores de cabecera. No es fortuito que su obra haya conseguido el aplauso tanto de los académicos como de los mal llamados “lectores comunes”, pues ella es capaz, con recursos dignos de Sherezada, de embrujar sus lectores y a la vez radiografiar, como diría Faulkner, “el corazón humano en conflicto consigo mismo”.

*Este ensayo apareció en el número 149 (junio-julio 2012) de la revista Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario