martes, 13 de septiembre de 2011

Advertencia para cibernautas

La tesis es tan incómoda como reveladora: Internet no es solo un medio que nos ofrece contenido, sino una herramienta que modifica de forma severa nuestra estructura mental; nos vuelve dispersos, ávidos de información inmediata, de interacción constante, y aunque aumenta nuestra habilidad para la búsqueda de datos, también nos hace menos aptos para la lectura concentrada y la reflexión. Es esta, en pocas palabras, la premisa que Nicholas Carr se esfuerza por demostrar en las 340 páginas de su amenísimo libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?

No solo exhibe amenidad este ensayo. Es, en verdad, muy convincente. Es difícil, como usuario cautivo de Internet, no sentir algo de remordimiento al adentrarse en sus páginas. Primero el autor nos da cuenta de su propia relación con las computadoras, en cuyo uso fue pionero. Aunque siempre admiró las ventajas sobre el papel y la tinta que ostentaban esas máquinas portentosas, no tardó mucho en darse cuenta de que también le creaban una relación de dependencia: por ejemplo, se volvió incapaz de escribir o revisar nada en papel.

Cuando se estrenó la Web, la cosa empeoró: se involucró tanto en blogs, redes sociales, correos electrónicos y páginas de noticias que empezó a dificultársele prestar atención a un solo asunto durante más de dos minutos. Confiesa: “... mi cerebro, comprendí, no solo estaba disperso. Estaba hambriento. Exigía ser alimentado de la manera en que lo alimentaba la Red, y cuanto más comía, más hambre tenía. Incluso cuando estaba alejado de mi computadora, sentía ansias de mirar mi correo, hace clic en vínculos, googlear”. Adelantándose a un justo reparo del lector (¿cómo pudo, en medio de ese panorama casi apocalíptico, escribir Superficiales, el libro que leemos?), Carr explica que para trabajar su ensayo debió aislarse, privado de cualquier contacto con Internet. Confiesa no estar seguro de mantener su abstinencia luego de concluido el trabajo.

Después de este ilustrativo pasaje autobiográfico, Carr presenta una solvente revisión histórica, que se remonta a la Grecia antigua y llega a la actualidad, para mostrar de qué forma las tecnologías modifican nuestro sistema neuronal: la escritura rebasó las limitaciones de la transmisión oral del pensamiento y propició la conservación de información compleja; la invención de la imprenta, que rompió con el hábito de leer en voz alta para grupos numerosos, auspició la lectura profunda y concentrada, y un desciframiento del texto e interpretación de significado que implicaban una eficiencia de orden mental alta; Internet, en cambio, favoreció un actividad intelectual somera y dispersa.

No ignora Carr las grandes ventajas que el advenimiento de la Red ha traído. Menciona algunas: investigaciones que antes requerían largas estancias en bibliotecas y hemerotecas ahora pueden hacerse en cuestión de minutos; las compras, trámites, invitaciones, felicitaciones y reservaciones pueden perpetrarse sin salir de casa; una sola máquina es capaz de ser al mismo tiempo equipo de sonido, proyector de películas y fotografías, cuaderno y lápiz, punto de reunión entre colegas y amigos, y la más fabulosa base de datos jamás inventada. Pese a todo ello, el precio a pagar por estas comodidades le parece al ensayista demasiado alto.

La tesis de Carr puede parecer hiperbólica, pero no creo que sea falsa. A diferencia suya, soy optimista: sospecho que el uso del monstruo puede ser domado (la tarea es ardua; qué duda cabe), de modo que sus beneficios se disfruten sin culpas ni subordinaciones. ¿Cuántos de los autores que hoy en día escriben estupendas ficciones o logrados ensayos, por ejemplo, son también cibernautas entusiastas, sin que ello mengüe profundidad o perspicacia a sus obras? Por lo demás, en los últimos años he vivido en carne propia los efectos que Carr describe como propios del uso de Internet, por lo que creo que Superficiales propone una advertencia urgente, necesaria.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Una sospecha atolondrada

Si la justicia literaria no se distrajera tan a menudo, Amparo Dávila tendría un lugar decoroso entre los altos cuentistas de nuestra lengua. Su poca resonancia fuera del ámbito mexicano e incluso dentro del país es tan infundado como merecidos, los elogios que de forma epistolar le dedicó Cortázar, el grande: “...desde mi punto de vista, usted escribe admirablemente bien”, le obsequia desde París el 29 de abril de 1961.

En 2009, cuando ya los relatos de Dávila estaban desaparecidos de la faz de las librerías mexicanas, el Fondo de Cultura Económica tuvo a bien rescatarlos en un solo volumen llamado Cuentos reunidos, que además de incluir las tres compilaciones publicadas por la autora (Tiempo destrozado, 1959; Música concreta, 1961; Árboles petrificados, 1977), agrega una obra inédita, fechada en 2008: Con los ojos abiertos. Este volumen, albricias, se reimprime y ha seguido vivito y coleando, asumo que captando adeptos, desde entonces.

La portada no puede ser más oportuna: una puerta de contornos difuminados y colores imprecisos cuya aldaba exhibe el rostro de un ser extraño: una estupenda metáfora de lo que significa entrar al mundo inquietante que propone el libro.

Las razones de mi entusiasmo por los cuentos de Dávila están cifradas sobre todo en sus dos primeros cuentarios. Ese par casi intachable bastaría para que el olvido fuera piadoso y esquivo con la autora. En un principio, las historias se ubican en un contexto reconocible, doméstico, abrumado de monotonía. De pronto, las miserias cotidianas son eclipsadas por hechos sobrenaturales que muy pocas veces, apenas un par, hallarán explicación en las mismas narraciones: encuentros entre dobles, quiebres del tiempo cronológico, metamorfosis, realidades paralelas; sobre todo, la aparición de presencias turbadoras, cuya naturaleza nunca es revelada. En dos ocasiones Dávila rehúye lo fantástico sin por ello renunciar a lo inquietante: para exhibirlo le basta con indagar en un par de mujeres de atormentado temperamento.

No suele incurrir en torpezas la autora en sus dos primeras entregas: propone a sus lectores enigmas que no les resolverá a cambio de imbuirles tensión y desasosiego que no se agotarán al acabar sus cuentos. No puede decirse lo mismo de sus dos últimos libros, en los que Dávila muestra mermadas sus capacidades de forma severa. Los misterios planteados se revelan de forma predecible en los cierres; las presencias ominosas exhiben de forma burda su real naturaleza; a falta de mejores armas, se consigna que algunos protagonistas fueron “presa del terror” en vez de convencernos de ello sin consignarlo; se incluye alguna crónica del todo insustancial; no se evaden las fantasías sin pies ni cabeza; se pretende asustarnos con un recurso tan basto como que un muerto le diga a una viva: “Alinaaaaaa veeeen ayúdameeeee”. Pese a ello, un puñado de cuentos de estas dos últimas obras se salva, nos retrotrae a la primera Amparo Dávila: “La rueda”, “El último verano” y “El pabellón del descanso”, sobre todo.

Los mejores cuentos de esta compilación nos redimen del hastío de manera doble: por un lado, el leerlos significa la salida temporal de nuestro mundo natural, a veces gris y pedestre, y el ingreso a un ámbito plagado de portentos casi nunca benignos, más bien amenazantes; por otro, admiten la atolondrada sospecha de que fuera de la página quizá también se agazapen, dispuestos a dar el salto en cualquier momento, nuestros más locos pavores. Bastaría esa sugestión para aconsejar su lectura.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Borges o el permanente agrado de lo narrativo


El gran acontecimiento editorial de 2011 vino de la mano de Random House Mondadori. A 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges, el grupo editorial, bajo el sello Lumen, reunió por primera vez sus cuentos completos en un solo tomo. (No se incluyen las narraciones breves o poemas en prosa de El hacedor, Elogio de la sombra y El oro de los tigres). Seis libros de relatos publicó Borges; dos le habrían bastado para alcanzar un sitio señero entre los grandes cuentistas de la historia: Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que figuran “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “Funes el memorioso”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La Biblioteca de Babel”, “El sur”, “El Zahir” y “El Aleph”, algunas de sus historias más influyentes y memorables.

Conviene aclarar tres malentendidos en torno a las ficciones de Borges. En diversas ocasiones han sido calificadas de cerebrales y frías, adjetivos bastante inexactos para el caso: si bien en estos relatos las referencias al amor y al sexo son pocas, no por ello carecen de pasión: la obsesión, la violencia y el deslumbramiento ante insólitas revelaciones son algunas de sus materias primas. ¿Y no es “El Aleph”, en última instancia, una intensa historia de amor?






Otro adjetivo que se le achaca a estos cuentos es el de inaccesibles, que no les hace justicia. Es verdad que en ellos las referencias librescas abundan y que en ocasiones la revelación final de un cuento resulta una mención literaria que desafía la esfericidad del relato, pues hace depender su interpretación de una referencia externa (“Era Martín Fierro”); aun así, pocas veces la erudición del autor es un óbice para el disfrute de lectores muy diversos, avezados o no en literatura.






Europeizantes es otro mote que los persigue. Tendrían todo el derecho de serlo, por lo demás: la cultura es patrimonio de los humanos, sin importar el lugar del que provengan. Pero Borges no abreva solo de la cultura europea, sino de tradiciones y países distintos: lo mismo aparecen en su prosa compadritos de los suburbios de Buenos Aires que el minotauro, Homero, porteños ilustrados, Judas, un nazi, una pirata china, una emigrante inglesa o Las mil y una noches.






De Historia universal de la infamia (1935), su primer volumen de relatos, dice Borges en un prólogo publicado en 1954 que los textos que lo componen “son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (…) ajenas historias”. Aparecidas primero en un suplemento sabatino, estas narraciones parecen el entrenamiento de un autor que dominaría su arte y encontraría su voz muy pronto. Todas, excepto una, resumen en unas pocas páginas las vidas de criminales reales, algunos de ellos famosos, como Billy the Kid. Todas van del nacimiento a la muerte del protagonista y están presentadas en segmentos subtitulados, al modo periodístico. Si bien no convocan el asombro y palidecen ante cuentos posteriores, en estas historias ya se vislumbra el estilo borgesiano. Un recurso del que suelen echar mano es la hipálage: “...laboriosos infiernos de las minas de oro”. Se hace gala en ellos de una prosa elegante, sinuosa y contundente. En vez de decir solo que a un hombre lo mataron y lo echaron al río, se dispara esto: “... lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información”.






El libro incluye también la primera ficción publicada de Borges: el cuento “Hombre de la esquina rosada”, que explora un ámbito que parecía ejercer una extraña fascinación-repulsión en el autor y que siguió abordando en sus narraciones: el de los compadritos, seres marginales de los suburbios que hacen gala de barbarie y violencia, y que no temen arriesgar su vida por un pleito de cantina. Ya en este cuento está la intención de sorprender al lector con un final que da una vuelta de tuerca y obliga a la relectura. Historia universal de la infamia ofrece, por último, una selección de historias breves y fantásticas que el autor atribuye a fuentes como Las mil y una noches y los Cuentos del conde Lucanor.






Las dos siguientes colecciones de relatos están, como queda dicho, en el centro de la obra de Borges. Ficciones y El Aleph son sus trabajos más famosos, celebrados y antologados, y los que él mismo consideraba los más importantes entre los suyos (léase su Autobiografía). Ambos fueron un estímulo importante para que escritores latinoamericanos posteriores aspiraran a escribir gran literatura, que trascendiera la simple denuncia y las preocupaciones locales. Dice Vargas Llosa al respecto en su ensayo "Las ficciones de Borges": “Para el escritor latinoamericano, Borges significó la ruptura de un cierto complejo de inferioridad que, de manera inconsciente, por supuesto, lo inhibía de abordar ciertos asuntos y lo encarcelaba dentro de un horizonte provinciano. Antes de él, parecía temerario o iluso, para uno de nosotros, pasearse por la cultura universal como podía hacerlo un europeo o un norteamericano”.






Más allá de la enorme influencia de estos dos libros (algunos de sus relatos son utilizados por científicos para ilustrar sus teorías, por ejemplo) está su vigencia, el asombro que aún son capaces de convocar en lectores actuales. Pese a su condición de gran lector, Borges no desea ostentar ante quien lee su erudición de manera fortuita, incluso en aquellos casos en que la revelación depende de una referencia externa. Con sus adjetivos inusitados, su cuidada prosa, sus diálogos librescos, lo que a Borges le interesaba en primer término era contar historias seductoras, como confiesa en el prólogo de un libro de cuentos posterior, El informe de Brodie: “Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren conmover o distraer y no persuadir”. En su libro póstumo Borges (2006), Adolfo Bioy Casares recuerda la importancia que daba su entrañable amigo a la anécdota en la ficción. Dice el Borges de Bioy: “¡Qué manía la del arte moderno contra la anécdota! (…) No ven que atacan a lo narrativo, que es uno de los permanentes agrados de los hombres. ¿Qué tiene de malo? Toda la literatura es anécdota. ¿A quién no le agradan las anécdotas?”.






En Ficciones y El Aleph encontramos anécdotas como estas: una biblioteca infinita, semejante al universo; una extensa enciclopedia de una civilización imaginaria que termina por sustituir a las existentes; un hombre que carga como una condena el recordarlo todo; un objeto de pocos centímetros desde el cual se pueden contemplar simultáneamente todos los puntos del universo; seres que en vez de elegir entre dos caminos, optan por transitar ambos al mismo tiempo; un cobarde que, luego de muerto, logra quedar en la memoria de quienes le sobrevivieron como un valiente; un viajero errante que nos relata la cara oscura de la inmortalidad... Sucesos fascinantes que, ejecutados con pericia narrativa y rotundo estilo, se alzan como obras maestras del género.






Si bien en sus siguientes tres libros de relatos (El informe de Brodie, de 1970; El libro de arena, de 1975; y La memoria de Shakespeare, de 1983) Borges no logra rozar las cimas de los dos anteriores (para ese entonces su vista se había deteriorado y debía dictar sus textos), sí produjo en ellos varias ficciones de valía: los encuentros de Borges con un Borges más joven, en “El otro” y “Agosto 25, 1983”; un libro escrito en un idioma extraño que resulta infinito, pues los intentos de llegar al principio o al final se estrellan con páginas y más páginas, en “El libro de arena”; la condena de un hombre al que le obsequian la memoria del autor de Macbeth, que rápidamente va mellando su propio ser y eclipsando sus recuerdos, en “La memoria de Shakespeare”; un antiguo disco que se reproduce eternamente, en “El disco”. Los objetos o dones mágicos que terminan siendo una losa para sus dueños son un tema frecuente en nuestro autor; parecería que en esa recurrencia va implícita la fantasiosa advertencia de que los absolutos no son para los humanos y que cualquier intento de acercamiento terminará por ser castigado, pese a lo cual la tentación de acceder a ellos será siempre muy fuerte.






Antes de concluir estas notas debo confesar que los cuentos “realistas” de Borges nunca me han parecido ni la mitad de poderosos que sus relatos fantásticos. El que él llama su único cuento de amor, por ejemplo (“Ulrica”), me deja bastante frío por su simpleza: el protagonista se enamora de una mujer a la que apenas conoce y esa misma noche la posee, o posee “su imagen”. En “La espera”, hay un hombre que se esconde en una pensión. No sabemos quién lo persigue. Al final, tal como estaba previsto, lo ultiman. Nada imprevisto, emocionante o revelador ocurre. Esos cuentos de Borges sin objetos mágicos, sin laberintos, sin transgresiones al tiempo cronológico, sin civilizaciones insólitas, me quedan a deber algo. Me dejan insatisfecho también esos relatos suyos ya aludidos que hacen depender su interpretación de referencias externas y pierden, por ello, autosuficiencia. En otros cuentos ocurre también que el narrador se entusiasma tanto con el objeto mágico presentado que se olvida del desarrollo de su historia, como si la sola descripción bastara.






No aspiro a ser original si digo, con estos Cuentos completos en mente, que estamos ante uno de los cuentistas mayores que ha parido el español, apenas por debajo de Cortázar o acaso junto a él. Para muestra, este botón:






“... vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos había visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

lunes, 4 de julio de 2011

Clases de literatura policial

Nacida en Oxford, Inglaterra, en 1920 y fallecida en 2014, Phyllis Dorothy James, mejor conocida como P. D. James, pasó 49 años dedicada a la escritura de novelas detectivescas. Su último libro de ensayos, Talking About Detective Fiction (2009), traducido por Ediciones B como Todo lo que sé sobre la novela negra, es un ameno compendio de su experiencia como autora y como lectora del género. En sus 179 páginas, el libro intenta dar un panorama cabal, si bien no exhaustivo, de la narrativa policial producida en Inglaterra y Estados Unidos desde sus inicios hasta décadas recientes.

James inicia proponiendo una definición para la narrativa detectivesca: no basta con presentar un misterio y proporcionar la satisfacción de una solución final, ya que estas características las poseen obras que no pertenecen al género, como Emma, de Jane Austen, o Casa desolada, de Charles Dickens; para hablar de ficción de detectives se requiere la presencia de un crimen misterioso que funcione como centro del relato; de un grupo de sospechosos, todos con medio, móvil y oportunidades; de un detective, profesional o aficionado; y de una solución a la que el lector debería poder llegar a través de la deducción lógica. ¿Por qué un asesinato como vértice? Porque el asesinato es el crimen por excelencia y provoca una repugnancia, una fascinación y un miedo atávicos, afirma la autora.

Luego de dejar sentado su concepto central, James retrocede a los orígenes de su objeto de estudio y resulta un tanto imprecisa al atribuir su paternidad: primero, la concibe compartida entre William Godwin y Wilkie Collins, por ser los primeros novelistas en escribir una historia detectivesca clásica completa; un capítulo después, les da el mérito a Edgar Allan Poe y a Arthur Conan Doyle, por inventar la historia de detectives y por la influencia en su desarrollo.

En las páginas de Todo lo que sé sobre la novela negra desfilan grandes nombres de la novela policial: con los ya mencionados, G. K. Chesterton, Dorothy L. Sayers, E. C. Bentley, Nicholas Blake, Agatha Christie, Josephine Tey, Raymond Chandler, y Dashiell Hammet, entre otros. Aparte de sus consideraciones personales sobre el tema abordado, la autora traza la evolución del género detectivesco y la recepción de las obras en la época de su publicación, y en un largo capítulo revisa la estructura clásica del relato policial, su ambientación, sus personajes y sus implicaciones éticas. El resultado es un libro casi conversado, ágil, nada pretencioso y de gran utilidad para conocer la biografía de un género que sigue muy vivo entre los lectores de hoy.

El volumen cierra con una reflexión muy atinada: James reitera la capacidad de la narración detectivesca para aliviar las tribulaciones de la vida cotidiana; si bien buena parte de las exponentes del género no son excelentes, reconoce, al nivel de los grandes monumentos de la ficción (menciona como ejemplos Guerra y paz y Ulises), sí atienden necesidades humanas esenciales, ya que nos proporcionan emociones, misterio y humor. Agrega la autora que, además, la lectura de unas no está reñida con la de las otras. No puedo estar más de acuerdo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Lecturas transformadoras

Más que el ensayo académico, con su incorregible prurito de demostrar exhaustivamente que cada una de sus afirmaciones o negaciones fue planteada con anterioridad, como bien señala Doris Lessing en el prólogo a El cuaderno dorado, disfruto el ensayo literario, sobre todo aquel que, sin sacrificar agudeza, hace de la pasión un arma argumentativa más. Es el caso de Clásicos, niños y jóvenes, de Ana Maria Machado. Nacida en Brasil, en 1941, Machado es autora de numerosas ficciones orientadas a niños y jóvenes, y por ellas ha obtenido el máximo galardón al que se puede aspirar en esa parcela creativa: el Premio Hans Christian Andersen, considerado el Nobel de la literatura infantil y juvenil.

Con este ensayo, Premio Cecilia Meireles 2003, la autora reivindica el derecho de todos a acceder desde temprana edad a los clásicos, bajo la premisa de que sería un desperdicio privarnos de incorporar a nuestro bagaje cultural y afectivo la formidable herencia de las grandes obras que se han acumulado a lo largo de los siglos. La selección de Machado se limita a la narrativa, ya que, si bien reconoce la importancia de libros emblemáticos en otros géneros, considera que lo que en verdad interesa a los jóvenes lectores que se acercan a la gran tradición literaria es conocer historias emocionantes.

Varios apuntes iniciales de Ana Maria merecen mencionarse:

1. No es necesario, nos dice la autora, que los niños y jóvenes se acerquen en una primera lectura a las versiones originales de los clásicos. Pueden iniciar con adaptaciones, tan satanizadas por algunos puristas. Machado considera que si no hay un posterior acercamiento al libro original, el lector al menos tendrá una referencia imprescindible; en el mejor de los casos, el contacto con la adaptación puede incitar la curiosidad y conducir a quien lee a la versión primigenia.

2. Leer es para la narradora y ensayista “reflexionar y pensar en otras posibilidades de vida diferentes, por medio de la experiencia de vivir simbólicamente una infinidad de vidas alternativas junto con los personajes de la ficción y, de ese modo, tener elementos de comparación más variados”.

3. Para la autora, nadie debe ser obligado a leer, ya que se trata de un derecho y no de un deber. Por ello, agrega, intentar crear placer por los libros a través de lecturas utilitarias, destinadas a revelar las respuestas de exámenes, es hacer exactamente lo contrario: producir alergia ante ellos.

Con el fin de dar prueba fehaciente de su postulado principal, el de que es deseable que los niños y jóvenes tengan acceso a los clásicos, Machado cita su propia experiencia como lectora precoz y como mamá y abuela que leía a sus hijos y lee a sus nietos, así como las de otros escritores, entre los que están Hemingway, García Márquez y Clarice Lispector. Pero la autora alcanza sus momentos de mayor persuasión cuando pasa revista a libros en concreto. Un capítulo está dedicado a griegos y latinos, y se mencionan en él las fabulas de Esopo, la mitología griega, La Ilíada y La odisea, además de obras contemporáneas que rescatan esta tradición, como Las aventuras de Naricita y El pájaro carpintero amarillo, de Monteiro Lobo; Peripecias de Pilar en Grecia, de Flávia Lins e Silva; y Entre dioses y monstruos, de Lia Neiva. Estos libros le parecen a Machado una gran entrada a la rica cultura que homenajean.

Un capítulo más está dedicado a la Biblia y a las obras derivadas de ella (como Al este del Edén, de Steinbeck; José y sus hermanos, de Mann; y Ahora sale el sol, de Hemingway); otros se ocupan de los caballeros (el rey Arturo, el Cid, don Quijote), el descubrimiento de nuevos mundos (Utopía, de Moro; Viajes, de Marco Polo; Las mil y una noches), los cuentos de extracción popular (Perrault, Grimm, Andersen), historias marinas (Moby Dick, El señor de las moscas, La isla del tesoro), novelas de aventuras (Historia de dos ciudades, Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, La dama de las camelias y El último mohicano), la vida cotidiana (Las aventuras de Huckleberry Finn, Mujercitas, Cumbres borrascosas, El guardián entre el centeno) y los clásicos infantiles (cuentos de Beatrix Potter, El viento en los sauces, Alicia en el País de las Maravillas, Winnie de Puh).

Si bien en Machado hay la voluntad de explicar por qué los libros escogidos son relevantes para lectores actuales, sus apuntes no son ni pretenden ser exhaustivos. Son más bien las inteligentes notas de una lectora entusiasta que gusta de compartir su entusiasmo. Clásicos, niños y jóvenes es, sobre todo, una excelente guía de lecturas que han trascendido su tiempo y a la vez han transformado de una manera o de otra a quien las recomienda.

jueves, 14 de abril de 2011

Contra la lectura obligada

Se suele esperar de una obra sobre fomento de la lectura que nos convenza de lo exquisito que resulta llevarnos un libro a los ojos, de lo necesario e indispensable de esta actividad, de lo triste y monótona que se vuelve una vida sin libros. No es el caso de este provocador ensayo de Juan Domingo Argüelles que empieza por enunciar un postulado sensato y necesario que en muchas ocasiones pasa desapercibido a tantos promotores de la lectura despistados, y que no debería decirse sino gritarse: amar los libros no debe ser una obligación sino un placer; no es verdad que los libros sean imprescindibles para todos.

Ya Daniel Pennac propugnaba esta idea en su libro Como una novela. Domingo lo reitera y argumenta, y ofrece otras reflexiones aledañas. He de decir, de entrada, que el título del volumen resulta poco acertado para su contenido. No es un volumen centrado en la escritura de niños y jóvenes, sino un compendio de reflexiones sobre el hecho de leer, sin importar a qué edad se realice, y en el que ocasionalmente se menciona el acto de escribir, si bien es cierto que ambas actividades se asumen como complementarias. Por lo demás, el ensayo resulta una excusa muy estimulante para reflexionar acerca de nuestros motivos para leer, para no leer y para compartir o no nuestro gusto por la lectura con los otros.

Juan Domingo Argüelles (México, 1958), es, además de ensayista, poeta y editor. Su primer libro sobre lectura apareció en 2003 bajo el título de ¿Qué leen los que no leen? Sobre el mismo tema ha publicado obras como Leer es un camino (2004), Historias de lecturas y lectores (2005), Ustedes que leen (2006), Antimanual para lectores y promotores del libro y la lectura (2008), Del libro, con el libro, por el libro... pero más allá del libro (2008), Si quieres, lee (2009) y La letra muerta (2010).

Pese a ser un enamorado de la lectura y de haber dedicado muchos años a escribir sobre ella, Domingo no cae en la tentación de querer venderla como una imposición. Por el contrario, se esfuerza por demostrar que leer no nos hace necesariamente mejores personas ni es una actividad superior a otras: “Hay abundancia de pruebas que nos revelan que no todo el mundo quiere ser lector ni tiene mayores deseos por ser escritor. Más aún: no todo el mundo puede serlo, porque en el poder serlo está también el poder hacerlo. Y todo el mundo tiene derecho a desarrollarse en donde mejor se sienta, sin que ello tenga que ser juzgado como una limitación de espíritu”.

Aprecio del autor su esfuerzo por despojar el acto de leer de los mitos que lo rodean, que además de falaces, no resultan persuasivos para crear nuevos lectores. La mejor manera de contagiar el placer por la palabra escrita le parece a Domingo, como a Pennac, compartirla sin afectaciones. No niega Domingo los beneficios de la lectura, como que nos permite sensibilizarnos, ponernos en el lugar de los otros, conocer mejor el mundo, además de enriquecer nuestras vidas. Pero también reconoce que estos frutos pueden obtenerse de otras actividades. En todo caso, el primer motivo para leer es para el ensayista el placer que encontramos en ello quienes lo hacemos por voluntad propia.

Si bien el autor insiste en asumir la lectura como un acto de libertad, hay un tema en el que parece reacio a ella. Me refiero al hecho de encontrar en los libros un medio y a la vez un fin. Me explico: Domingo exhorta durante todo su ensayo, de manera un tanto machacona, a salir de los libros y asomarse a la vida, a leer menos y vivir más, a nunca olvidar que “la vida” es más importante que el papel y la tinta. Me parece que esta división es falsa: si leer no es “vivir”, ¿por qué habrían de serlo otras actividades como correr, ir al cine, escuchar música, caminar, hacer el amor, viajar? ¿No suena absurdo decir “viaja menos y vive más”, “ve menos al cine y vive más”? ¿Por qué habríamos de aceptar, entonces, que el acto de leer está disociado con el de vivir? ¿Acaso dejamos de vivir al leer? Además, el hecho de hacer de la lectura una actividad sin mayor fin que ella misma es un derecho de todo lector. El mismo Domingo lo reconoce, aunque parece incómodo con la idea, ya que según sus convicciones, todo lector debería apartarse de los libros con frecuencia y salir a respirar el aire puro de la vida.

Una de las premisas centrales de este ensayo es la de que leer no siempre nos hace mejores personas. Sin embargo, el autor parece creer que escribir sí consigue ese efecto, pues se muestra decepcionado de los escritores que no son lo que aparentar ser en sus libros. ¿Cómo puede ser Sábato impaciente e irritable, se pregunta, si en sus libros alaba la tolerancia? Por un lado, entiendo la decepción y el deseo de que entre la vida y la obra de nuestros autores favoritos prime la coherencia; por otro, me resulta más sensato juzgar los libros por sí mismos y no por el actuar de sus autores, cercados por vicisitudes y acaso angustias cuyo examen está fuera de nuestra competencia de lectores.

Cuestiona Domingo, como Pennac, que los niños y lectores principiantes sean introducidos en la lectura a través de los clásicos. Dice: “Los clásicos son maravillosos (…), pero por lo general lo son para aquellos que ya tenemos avidez por la lectura, y hemos ido, a lo largo de nuestra experiencia, añadiendo más exigencias a nuestro placer”. Agrega que los clásicos pueden resultar poco gratos si se tiene escasa experiencia lectora, y por tanto contraproducentes para el fin que se busca, que es contagiar el placer por la lectura. Recomienda invitar a leer, como inicio, libros más sencillos y sobre todo afines a los intereses del nuevo lector en turno.

Este ensayo se aleja de las propuestas más bienintencionadas y a la vez falaces en torno a la promoción de la lectura y nos invita a establecer un diálogo más franco en torno a ella y a sus posibles beneficios.

*En Confabulario reseñé otro libro de Domingo Argüelles.

domingo, 6 de marzo de 2011

Los perseguidos por la gente buena

Difícil, asimilar que el horror que recrea esta pieza de teatro ocurrió en la realidad. Así fue. El escenario: la comunidad de Salem, Massachussets, en Estados Unidos. El año: 1692. Salem era entonces una pequeña localidad rural aquejada de fanatismo religioso y puritanismo exacerbado. La tragedia se precipitó luego de que se sorprendiera a dos niñas, una hija y otra sobrina del reverendo Parris, bailando en plena noche en el bosque al lado de una nana negra. Para salvarse del castigo por sus actos, las niñas se dijeron poseídas por brujas y señalaron a distintos miembros de la comunidad como responsables. Las acusaciones eran graves, pues la brujería se consideraba un delito. A partir de entonces, las delaciones se multiplicaron. Muchas de ellas eran producto de la paranoia, mientras que otras tantas respondían a intereses mezquinos, como quedarse con las tierras de los acusados. El saldo de este abominable episodio fue de entre 150 y 200 personas encarceladas, en su mayor parte mujeres, de las cuales a 25 las ahorcaron, ya que no transigieron en declararse culpables para salvar sus vidas. Cinco años después de estos hechos, los jueces involucrados y las niñas acusadoras pidieron perdón a las familias de las víctimas, para las que se aprobaron compensaciones en 1711.

Un episodio personal inspiró a Arthur Miller a escribir sobre estos hechos. Como se sabe, entre 1950 y 1956, en plena guerra fría, el senador Joseph McCarthy propició una cadena de denuncias, delaciones, procesos fuera de la ley y listas negras, llamada por sus opositores “cacería de brujas”, que buscaba procesar a posibles comunistas. Miller fue uno de los acusados. Por negarse a delatar a sus amigos comunistas se le retiró el pasaporte y en 1957 se le halló culpable de desacato al congreso por su silencio. Un año después, sin embargo, la sentencia fue anulada por un tribunal, de modo que Miller no tuvo que pisar la prisión. En Las brujas de Salem (1953), una de sus piezas dramáticas mejores, el autor se ocupa de los hechos ocurridos en Salem en 1692 y revela sus pararelismos con la persecución desatada por McCarthy dos siglos y medio después. 

Como indica el autor en su nota sobre el rigor histórico de la obra, incluida en la edición de Tusquets, las necesidades dramáticas de la pieza le exigieron que diversos personajes se fusionaran en uno solo y cambiar detalles como la edad y los motivos de Abigail, la principal acusadora. Fuera de ello, los personajes encaran el mismo destino que sus modelos históricos. En cuanto al carácter de los seres ficticios, Miller se basó para construirlo en actas, cartas y pliegos, aunque es poco lo que de estos documentos se infiere, de modo que la inventiva jugó un papel importante en este punto.

El drama inicia con una escena en un pequeño dormitorio en casa del reverendo Parris. Es la  mañana posterior a la noche en que se descubrió a Betty y Abigail, hija y sobrina del reverendo, bailando en el bosque junto a otras muchachas y a Tituba, la nana negra. Betty ha caído enferma. Preocupado, Parris interroga a Abigail respecto de sus actividades de la jornada anterior. La joven aduce que se trató solo de un juego. El reverendo exige sinceridad a su sobrina y alude a un hecho que en primera instancia parece no tener mayor peso, pero que después se revelará como crucial: Abigail trabajaba como criada en casa de los Proctor y fue despedida por la señora. Según la joven responde a su tío, no hay ninguna otra razón para el despido que la locura de la mujer.

Por la habitación de Betty desfilan personajes diversos que hacen gala de distintos caracteres: los hay supersticiosos y obsesionados con la muerte, los hay ingenuos, los hay siniestros y oportunistas, los hay sensatos, aunque estos últimos son minoría. Ademas de presentar a los seres ficticios a través de sus parlamentos, Miller intercala apuntes históricos sobre sus vidas. Entre los sensatos está John Proctor, un granjero de unos treinta años, buen marido y buen padre, que no cree en cosas de brujas. Cuando Proctor y Abigail tiene un momento a solas, conocemos el único desliz del hombre: por el tiempo en que Abigail trabajó en su casa, Proctor se dejó seducir por ella. Después, arrepentido, se lo contó todo a su mujer, que lo perdonó luego de despedir a la joven.

En un diálogo pletórico de tensión, Abigail pide a su examante que vuelve con ella, a lo que Proctor se niega. Esta negativa será el desencadenante del grotesco circo montado por la chica, cuyo fin es condenar a muerte a Elizabeth Proctor, sin importar si para ello debe destinar a la horca a muchos otros inocentes. Aunque esta motivación fue inventada por el autor, para los fines de la obra resulta mucho más persuasiva que la real: librar un castigo. El centro de interés de la pieza es el enigma de si Proctor podrá salvar o no a su esposa del triste destino al que la ha conducido una mujer despechada. El hombre parece muy decidido, pero los obstáculos no serán fáciles de sortear, sobre todo por la capacidad de Abigail de manipular con enorme eficacia a quienes la rodean.

Uno de los temas centrales de Las brujas de Salem es, claro está, el efecto devastador que tienen la ignorancia, la superstición y la intransigencia religiosa (o ideológica) en una sociedad. Pero también hay otros tres temas que cobran gran relevancia. Por un lado, el mal. No solo es rabia la de Abigail, sino un talento siniestro para convencer y llevar a la destrucción a inocentes sin ningún escrúpulo, como si todo fuera parte de un juego. El otro tema es el de la corrupción de la autoridad: incluso cuando se percata de que las acusaciones de las jóvenes son falaces, el vicegobernador Danforth es incapaz de dar marcha atrás a los procesos, ya que no quiere quedar como un incompetente ante el pueblo. Un tercer tema es la dignidad, encarnada en Proctor: ¿cuáles son sus límites? ¿Hasta dónde llegar para preservarla? ¿Debe estar por encima de la vida? 

Al igual que en Muerte de un viajante (1949), la otra gran pieza de Miller, en Las brujas de Salem hay un consumado dominio de la intensificación dramática, que va aumentando de forma paulatina hasta poner al que se revela como personaje eje de la historia, John Proctor, en un dilema moral de gran alcance. 

sábado, 26 de febrero de 2011

Literatura infantil y juvenil: literatura

La profesora de literatura Gemma Lluch (Valencia, 1958) lleva años dedicada al estudio de la ficción para niños y jóvenes. Con su tesis La literatura infantil i juvenil en català obtuvo en 1997 el Premio Extraordinario de Doctorado que otorga la Universidad de Valencia. Otro de sus trabajos destacados es El lector model en la literatura per a joves, que en 1999 se hizo acreedor al Premio de Ensayo de la Associació d'Escriptors en Llengua Catalana. En Cómo analizamos relatos infantiles y juveniles, Lluch propone un método para examinar estas historias y además aplica el método propuesto tomando como ejemplo la obra de algunos de los más destacados narradores en este rubro, así como varias películas de Walt Disney y la saga cinematográfica La guerra de las galaxias, de George Lucas.

El ensayo está dividido en dos partes. En la primera parte, la teórica, Lluch ofrece un procedimiento de análisis narrativo muy completo, que contempla, además del desmenuzamiento narratológico de los relatos (tiempo, espacio, narrador, personajes), la atención en su contexto como ficciones dirigidas a niños y jóvenes, en los paratextos que los acompañan (colecciones, cubiertas, ilustraciones, entre otros) y en su relación con la literatura de tradición oral.

La segunda parte, la práctica, tiene una estructura menos rigurosa que la primera, ya que no presenta una relación bien jerarquizada entre sus distintos capítulos. Estos parecen más bien artículos sueltos, todos de alguna u otra manera relacionados con la literatura infantil y juvenil, que, en efecto, aplican el método apuntado por la autora en la primera parte. Mientras que uno de los apartados aborda la obra del gran narrador noruego Roald Dahl, otro se ocupa de la literatura decimonónica, uno más revisa la literatura que educa en valores y el resto trata temas como la relación entre la mencionada saga de Lucas y los relatos antiguos, los cambios operados por Disney en los cuentos de hadas que inspiran sus películas, la globalización literaria y la diferencia entre ficciones comerciales y “de calidad”.

Su carácter misceláneo no le quita interés a esa segunda parte. En cada uno de los temas tratados, todos ellos muy sugerentes, demuestra la autora un gran conocimiento. Pese a ello, algunos de sus puntos de vista resultan bastante controversiales. Por ejemplo: si bien Lluch tiene razón en señalar la edulcoración y simplificación de los cuentos clásicos llevada a cabo por Walt Disney en sus cintas, su acusación de que Aladdín promueve el racismo resulta demasiado suspicaz, por no decir paranoica.

Otro ejemplo: la autora mete en un mismo saco llamado “psicoliteratura” (ficciones para jóvenes que promueven códigos de conducta considerados positivos por la sociedad) a autores muy disímiles y no necesariamente interesados en dictar normas de comportamiento. Si respecto de algunos libros de Jordi Sierra i Fabra el mote parece justo, no lo es de ninguna manera respecto de la obra de Christine Nöstlinger. Además, habría que diferenciar la forma de defender tales valores para no caer en una generalización errónea: ¿se hace de forma burda, de modo que su obviedad suscita el rechazo del lector, que se siente manipulado, o esos valores están en un segundo plano y parecen desprenderse de forma natural de la historia que se narra?

La propuesta más discutible de Gemma Lluch es su diferenciación entre literatura de calidad y “paraliteratura” o ficción comercial. De esta última dice la autora que “no engaña a nadie, no es literatura y no pretende competir con la literatura de calidad”, mientras que a la primera la identifica con la institucion literaria, “el prototipo de unos valores históricos o nacionales y de un enriquecimiento estético con potenciales liberadores”. A pesar de que reconoce que los términos “literatura” y “cultura” son polisémicos e imprecisos, así como la necesidad de no hablar de literatura como si se trata de una propuesta única, sus afirmaciones en cuanto a las diferencias entre una y otra son demasiado tajantes. Incluso presenta dos tablas en las que contrapone las características del relato comercial y las del relato literario. El contraste muestra la debilidad de la argumentación: no es verdad que las ficciones comerciales sean necesariamente lineales y tengan un lenguaje simple, repetitivo y plagado de clichés, o que las ficciones literarias hagan uso siempre de la metáfora o estén concebidas como obras maestras o que su escritura suponga una actividad cerebral e intelectual y no afectiva y visceral. Abstracciones como esta no son útiles y solo alimentan los prejuicios. Si bien es cierto que algunas historias inventadas parecen repetir fórmulas exitosas y buscar solo vender cientos de sus ejemplares, también lo es que las fronteras entre la calidad y lo comercial son difusas e inapresables. Lo más útil es juzgar cada obra por sus propios méritos y dinámicas, sin etiquetas demasiado estrechas.

Pese a estos reparos, Cómo analizamos relatos infantiles y juveniles es un ensayo muy estimulante, que invita a la reflexión fundamentada sobre la ficción orientada en niños y jóvenes, y que tiende puentes entre las antiguas historias y la literatura contemporánea, los libros y el cine, la narrativa para grandes y la orientada a chicos. Si una idea queda clara luego de leer el libro es la de que, más allá de las particulares estrategias utilizadas para venderla, la literatura infantil y juvenil puede analizarse con las mismas herramientas que la literatura para adultos, y que merece tanto respeto y atención como esta. En el fondo, no hay entre una y otra insalvables diferencias.

domingo, 20 de febrero de 2011

Una pasión contagiosa

En Como una novela (1992), uno de sus libros más conocidos, el escritor francés nacido en Marruecos Daniel Pennac (1944) intenta dar respuesta a una pregunta crucial: ¿por qué solemos perder en la adolescencia el entusiasmo por las ficciones escritas que marcó nuestra niñez? El asunto es un buen motivo para reflexionar. Pennac lo hace con amenidad, desenfado y sobre todo desde su propia y desbordante pasión por la literatura, que resulta contagiosa.

Si bien parece exagerado llamar a este libro un híbrido entre ensayo y ficción, pese a que el mismo autor lo sugiere desde el título, es verdad que su formato no es del todo convencional. Se trata de un ensayo que aporta estrategias para animar a los jóvenes a leer y que, en vez de hablar en abstracto sobre “la juventud”, “los jóvenes”, inventa ejemplos para ilustrar sus postulados: el caso de un adolescente sin nombre agobiado por los requerimientos de lectura de sus padres y profesores, y el de un grupo de muchachos no aficionados a la lectura que descubre los encantos de esta gracias a un docente sabio.

El texto está dividido en cuatro partes: en la primera se revisa el proceso mediante el cual un niño lector pasa a ser un joven al que los libros le producen aburrimiento, en el mejor de los casos, y en el peor, urticaria; en la segunda se combate el dogma según el cual leer es una obligación; en la tercera se propone un acercamiento a la lectura que apela a la necesidad de historias propia del ser humano; en la cuarta, por último, se enlistan los diez derechos inalienables de un lector, entre los que están leer cualquier cosa, saltarse páginas, no terminar un libro, releer e incluso no leer.

El principal planteamiento de Como una novela es, a mi entender, el siguiente: es una pésima idea acercar la literatura a los jóvenes como un deber orientado al análisis y la interpretación;  con ello solo se contribuye a ahuyentarlos, quizás de forma definitiva, de los libros, como hacen tantos padres y maestros bien intencionados que después se quejan de la influencia de los medios audiovisuales en los bajos índices de lectura o del desinterés por los libros de la juventud contemporánea. El mejor método para promover el acto de leer es presentarlo como lo que, ante todo, es: un enorme placer, un vicio incluso, una excitante forma de llenar nuestra necesidad de experimentar, de forma indirecta, otras vidas además de la que nos es dada. Para persuadir de lo anterior, una herramienta fundamental según Pennac es la lectura en voz alta. ¿Acaso no nos iniciamos en las historias a través de la lectura oral de los adultos cuando aún no sabemos descifrar el lenguaje escrito por nuestra cuenta?

No creo que, con estas ideas, Pennac rechace el análisis y la interpretación de los textos literarios. Más bien no los aprueba como un primer acercamiento para fomentar la lectura, como tampoco aprueba que en las escuelas se prefiera presentar el contexto de determinada obra y la biografía de tal autor antes que el libro mismo. Esas son cuestiones que surgirán después, de la espontánea curiosidad de los lectores, ya enganchados al vagón trepidante y rico en aventuras de las historias inventadas.

En cuanto a la lectura en voz alta, no estoy tan seguro de su efectividad. En mi experiencia, es idónea cuando se trata de textos cortos, fáciles de seguir. Si se trata de libros complejos y de mayor extensión, el interés y la comprensión suelen mermar a los pocos minutos.

Se puede diferir con algunas de las propuestas de Pennac, pero será difícil no reconocer que sus críticas dan en el centro a ciertas estrategias de fomento a la lectura que llevan décadas operando sin resultados positivos que las avalen. Ello, aunado al atractivo formato del libro, a sus capítulos cortos, a su lenguaje accesible y a las citas de libros y autores referidas no desde la soberbia o desde la presunción, sino desde la emoción y el agradecimiento, hace de Como una novela un texto significativo y muy útil para alumnos, padres y maestros, y para todo aquel interesado en el proceso mediante el cual uno se enamora o aborrece esos perniciosos objetos de papel que, como a Emma Bovary o a Alonso Quijano, han sorbido el seso a tantos.

viernes, 4 de febrero de 2011

Entrevista a Mónica B. Brozon

Un buen libro es simplemente un buen libro


Entrevista realizada a propósito de la publicación de De Drácula a Madero. Viaje todo incluido a la Decena Trágica.

En tu novela De Drácula a Madero... hay una referencia a los libros de Stephenie Meyer que no deja muy bien parada a esta autora. ¿Qué opinas del actual auge de la novela juvenil de vampiros románticos y adolescentes? ¿Estas ficciones edulcoradas siembran en sus lectores la curiosidad por leer más y mejores libros o, en cambio, los vacunan contra otro tipo de narraciones?

Supongo que pueden suceder ambas variantes. Habrá quien de estas lecturas brinque a otras que le exijan (y le ofrezcan) un poco más, y también quien en lugar de leer algo nuevo regrese al primero y se lea la saga completa otra vez. La referencia que hago es más bien personal y comparto el punto de vista del personaje que es fan del vampiro clásico y no gusta de estas variantes glamorosas. No tengo nada en contra de la ficción comercial. Al contrario: la disfruto. Pero en particular esta saga me parece sosa, cursi y muy aburrida. Es evidente que a una gran cantidad de lectoras no les parece así, pero vaya, es cuestión de gustos.

En De Drácula a Madero..., los dos personajes principales hacen un viaje en el tiempo que los lleva del mundo actual a 1913, el inicio de la Decena Trágica. ¿Tu intención fue que este par de personajes volviera transformado de esa experiencia o el viaje fue un pretexto para introducir a tus lectores, de forma más amena que en los libros de historia, en los episodios históricos que abordas?

Las dos. Primero pensé: ¿cómo me habría gustado a mí que me contaran la Decena Trágica cuando tenía, no sé, unos quince años? Así, tal cual. A través de una narración cuyos protagonistas son individuos que yo identifico como iguales y que acaban conviviendo al tú por tú con aquellos de quienes tanto me han hablado en las clases de Historia. Una vez que definí ese esquema, vino el trazo de los personajes, que fueron desarrollando su personalidad conforme avanzaba la historia, y por lo menos los dos viajantes sí se transforman, regresan un poco más maduros, más aterrizados y con otras preocupaciones.

En tu novela 36 kilos (ganadora del Premio Gran Angular México 2008) abordas la anorexia sin hacerle sentir a tu lector que tu único propósito como narradora es que aprenda lo horrible que es ese trastorno alimenticio. ¿Cómo tocar esos temas en la ficción sin caer en la moraleja y el didactismo?

Es quizá un poco lo mismo que ocurrió con De Drácula a Madero. ¿Cómo le hablas a un posible lector de un trastorno tan dramático como la anorexia? Pues que se lo cuente un igual. Para narrar esa historia elegí a la mejor amiga de la chica del problema. Yo, autora, me informé muchísimo, para que Fernanda, desde su ignorancia, pudiera describir puntualmente los síntomas de su amiga sin especificar que lo eran. Tal como los vería cualquier niña de 16, 17 años. Lo que a ella le preocupa es cómo la relación con su mejor amiga de toda la vida empieza a deteriorarse. Pero no entiende bien por qué, y atestigua el proceso sin perder de vista lo que para ella es más importante, que no es la enfermedad de su amiga, sino defender ese lazo que las une.

Según he leído, estudiaste un diplomado en creación literaria en la Sogem (Sociedad General de Escritores de México). ¿Qué te aportó ese curso como escritora? ¿Se puede enseñar a escribir ficción o es algo que se aprende leyendo?

La escuela de la Sogem me aportó dos de los años más divertidos de mi vida. Conocí a mis grandes amigos y tuve maestros que me enseñaron mucho, dentro y fuera de las aulas. A pesar de haber hecho antes la carrera de Comunicación, a esos dos años debo mi formación profesional. No sé si en todos los casos sirva. A alguien que tiene la inquietud de escribir, las lecturas se la van a alborotar. Y la escuela y los talleres dotan de herramientas para que esas ideas que están en la cabeza puedan ser materializadas con una estructura, un hilo conductor, un narrador adecuado, en fin. Pero creo que si a esto no va aunado el talento y la imaginación, aunque en la escuela le den a uno todos los tips del mundo, lo más probable es que no pase de lograr una escritura correcta.

¿Consideras que hay temas vedados para la ficción orientada a niños y jóvenes?

No precisamente que estén vedados, sino que están fuera de su área de interés. Por ejemplo, un thriller político es algo que a un niño de diez años no le va a llamar la atención. Las personas vamos cambiando de gustos e intereses a lo largo de la vida y en cada etapa hay temas que pueden tener un interés particular; a los jóvenes les pueden resultar atractivas las tramas que aborden el proceso de adaptación social, de madurez, el enfrentamiento con el trancazo que para muchos resulta el primer descalabro amoroso, en fin. Eso no le suele interesar a los niños, que prefieren los temas de fantasía, de aventuras, el humor.

¿Ves diferencias claras e incontrovertibles entre la literatura para niños y jóvenes y la literatura para adultos? ¿Existe la literatura infantil o es literatura a secas? Al escribir para el público infantil y juvenil, ¿das concesiones que no darías si te dirigieras a adultos?

Yo creo que un buen libro es simplemente un buen libro y puede ser disfrutado por personas de cualquier edad. Yo procuro que los míos convenzan a los muchos adultos a los que tienen que convencer antes de llegar al presunto lector meta. Es decir, los lectores que uno debe seducir primero no son niños ni jóvenes. Son miembros de un jurado, de un comité editorial, más adelante una junta de profesores o unos padres de familia. Y no creo que sea necesario dar concesiones. Hay adolescentes de catorce años que han leído más que muchos adultos y son lectores muy exigentes. Y hay libros para adultos que tienen altos niveles de condescendencia porque se dirigen a primeros lectores aunque se trate de adultos. La habilidad de interpretar y comprender textos no es cosa de edad, sino de experiencia.

Es notable tu pericia para atrapar la atención del lector en tus obras. ¿Tu talento le debe más a la intuición o a la técnica? Antes de escribirlas, ¿te planteas tus ficciones en términos de conflicto, de trama? ¿Concibes las estructuras de tus libros antes de la redacción o van surgiendo conforme avanzas en la escritura?

Antes de sentarme a escribir procuro tener un esquema general del principio, desarrollo y conclusión de la trama. Sin embargo, no siempre permanece la idea original. De pronto un personaje crece, suceden volteretas argumentales que en principio no se habían considerado siquiera, y eso ocurre todo sobre la marcha. La verdad, es cuando más entretenido me resulta el proceso.

Más que el amor, la amistad es un tema central en varias de tus narraciones. ¿Hablas de él deliberadamente o solito se te impone? ¿Escoges los temas o ellos te eligen?

Puedes elegir una trama, pero durante el desarrollo tiendes a privilegiar los temas que te importan. En 36 kilos hablé de la anorexia, en Muchas gracias señor Tchaikovski, de los conflictos adolescentes en contraste con la madurez, en Las princesas siempre andan bien peinadas, del romance de una chica visto a través de los ojos de su hermanita. Todos ellos acabaron siendo libros cuyo tema central es la amistad, y no necesariamente me lo planteé así desde el principio. Se dio solo. Será, supongo, porque para mí los amigos son de importancia capital en la vida; así lo son también para mis personajes.

¿Te das por bien servida si tus libros le hacen pasar un buen rato a tus lectores o tienes otras ambiciones?

Me gusta que mis lectores pasen un buen rato, sí. Cuando alguien que está leyendo un libro mío suelta una carcajada, me hace muy feliz. Pero también intento compartir con ellos una visión del mundo y una escala de valores. Por poner algunos ejemplos generales: para mí es más importante tejer lazos emocionales que hacer mucho dinero o tener muchas cosas; a mí me molesta la manipulación que hacen las compañías a través de la publicidad; me exasperan las mentiras y la corrupción, y estoy convencida de que no son buenos caminos para llegar a ningún lado. Eso no lo digo tal cual, pero las ideas están en mis textos e intento transmitirlas a través de una historia que atrape al lector y no le permita soltar el libro hasta que llegue a la última página.

Luego de escribir una buena cantidad de libros, la mayoría de ellos muy exitosos, ¿sigues sintiendo inseguridad, si alguna vez la sentiste, al enfrentarte a la escritura? ¿Disfrutas el proceso o lo padeces?

Cada vez que termino de escribir un libro me asalta la idea de que nunca jamás se me va a volver a ocurrir nada. Quizá es un agotamiento o un cansancio neuronal lo que me hace pensar eso, pero es algo que no me preocupa a estas alturas porque siempre ha sido así y a fin de cuentas se me termina ocurriendo una nueva historia. El proceso lo disfruto, generalmente. Sufro los atorones argumentales que se dan a veces, pero cuando se resuelven y la historia fluye, escribirla me divierte y me emociona. (Cuando no me divierte ni me emociona, mejor borro lo que llevo y comienzo de nuevo).

Te haré una pregunta que seguramente muchos de tus lectores se hacen: ¿por qué firmas tus libros como M. B. Brozon?

Primero decidí dejar en sigla el Beltrán en aras de la originalidad, pues no hay más Brozon en el país que la familia, y en cambio tenemos una amplia variedad de Beltrán, desde reinas de la canción vernácula hasta narcos, pasando por algunos escritores. Y luego omití mi nombre porque mi primer libro, ¡Casi medio año!, es el diario de un niño, Santiago, que además resultó un narrador muy verosímil. Pensé que podía sonar un poco raro el diario de un niño que había escrito una tal Mónica. Me gustó como se veía en la portada y así me lo dejé para los demás. A veces me han preguntado si no fue por emular a J. K. Rowling, pero no fue así. El primer volumen de Harry Potter se publicó en Inglaterra en junio de 1997; para ese momento ¡Casi medio año! llevaba ya tres meses en circulación.

Entre los autores de literatura infantil y juvenil en México, hay varios escritores de tu generación muy talentosos, como Andrés Acosta, Jaime Alfonso Sandoval, Toño Malpica y Juan Carlos Quezadas, entre otros. Sé que has trabajo en proyectos conjuntos con algunos de ellos. ¿Consideras que hay algún nexo entre lo que escribes tú y lo que escriben ellos?

Todos pertenecemos a esta especie de boom de la literatura infantil y juvenil que empezó hace quince años, en el que se abrió el espectro temático y también las propuestas narrativas. Ahora hacemos libros para que los niños disfruten con ellos, no para enseñarles cosas o aventarles moralejas. Cada quien tiene su estilo y su manera de contar, pero creo que coincidimos en varios puntos que definen una nueva forma de hacer libros para los públicos jóvenes.

Te hago la misma pregunta que El País le hizo a 100 escritores en 2008: ¿cuáles son los 10 libros que te cambiaron la vida?

Una buena cantidad de los libros que he leído han aportado mucho en mi vida, si bien no podría hablar de alguno que haya provocado un cambio radical. Aquí una lista, un tanto arbitraria tal vez, de diez que han sido importantes, algunos a nivel personal, otros profesional:

Vacío perfecto, de Stanislav Lem

Estas ruinas que ves, de Jorge Ibargüengoitia

El forastero misterioso, de Mark Twain

La conjura de los necios, de John Kennedy Toole

El pequeño Nicolás, de Rene Goscinny

El mundo según Garp, de John Irving

Océano mar, de Alessandro Baricco

Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll

Cuentos sin plumas, de Woody Allen

Confieso que he vivido, de Pablo Neruda

¿Ves en los medios audiovisuales una amenaza para la lectura?

No necesariamente. Los medios audiovisuales hace ya tiempo que están entre nosotros y los libros siguen. Hoy los niños leen más que hace veinte años, cuando no había tantas posibilidades de entretenimiento a su alcance. Pienso que todo debe tener un lugar en la vida. Lo mismo nos puede gustar ver televisión, que ir al cine, que navegar en Internet, y leer un libro. Cada cosa tiene su espacio y su momento y son, hasta cierto punto, complementarias.