viernes, 2 de junio de 2017

En defensa del «mensaje»

Hace unos días, mi hija Marcela y yo leímos el nuevo libro de Mónica B. Brozon: Sombras en el arcoíris. Va de una niña de diez años cuyo hermano de dieciséis vive el proceso de revelar a sus padres y a la gente de su entorno su homosexualidad. Si bien los primeros asumen la noticia mejor de lo que sus hijos esperaban, no es el caso de otros personajes, que juzgan con dureza lo que consideran una desviación. He ahí el meollo de la trama.
A menudo he leído las quejas de escritores, lectores y promotores de literatura infantil según las cuales esta debería estar libre de "mensajes". Suscribir tal solicitud implicaría limitarla a la mera recreación. La diversión en la literatura no tiene nada de condenable, pero la literatura, infantil o no, también puede ir y de hecho ha ido mucho más allá del esparcimiento.


El problema no son los mensajes (¿no se han posicionado los grandes escritores ante muy diversos asuntos en su libros?) sino la forma de presentarlos. Si esta es burda, si luce como un mero pretexto para aleccionar, el libro falla. No es el caso de este relato. Como en otros libros de Mónica B. Brozon, aquí no hay énfasis didácticos. Se presenta una historia y se deja que el lector saque sus conclusiones, sin que ello sea obstáculo para que el libro asuma entre líneas una postura a favor de una sociedad inclusiva, libre de discriminación, y en contra de la violencia en razón de la orientación sexual.

Uno de los aciertos de la trama, tan sencilla como intrigante, es que en ella los conflictos no se resuelven como por arte de magia, defecto en el que incurren no pocas historias dirigidas a los niños, lo que redunda en una recreación ingenua y deformada del mundo. En cambio, los lectores de Sombras en el arcoíris se enteran de que los prejuicios más arraigados no desaparecen de un plumazo: son huesos duros de roer; sesenta y dos páginas no son suficientes para aniquilarlos. Tampoco se les ahorra la cara más cruda de la homofobia, cuyas posibles trágicas consecuencias alcanzan a vislumbrarse en el relato.

Si algún pero hubiera que ponerle al libro, sería el de identificar el interés de un niño por los juegos y actividades consideradas propias de niñas con la homosexualidad. Entiendo que, aunque pueden coincidir, no necesariamente una cosa acompaña a la otra.

No concibo mejor forma de concienciarnos ante las taras anacrónicas más persistentes que a través de historias que las cuestionen. No la idea desnuda: la que vestida de historia y armada con las argucias de los buenos narradores seduce mejor. Así nos ha ocurrido a Marcela y a mí con Sombras en el arcoíris.

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